I. EL IMPERIALISMO
La era del imperialismo en América Latina
La era del imperialismo constituyó el marco de la decisiva incorporación de América Latina a la economía mundial capitalista.
Este proceso produjo transformaciones fundamentales en todo el subcontinente: por un lado, consolidó el perfil agro-minero exportador de su economía; por otro lado, esa orientación profundizó las diferencias regionales, en función de las diversas “vías nacionales” a través de las cuales se llevó a cabo.
Fue en esta era, también, cuando se despertaron las más intensas expresiones de búsqueda de una identidad latinoamericana y nacional, recortada frente a los imperialismos que la amenazaban. Es síntesis, este territorio histórico condensa problemáticas decisivas para América Latina.
Las apetencias de las economías europeas, en este período de crecimiento de las economías industrializadas y de expansión sobre nuevos territorios, encontraron en América Latina un espacio propicio para la obtención de materias primas y un mercado en crecimiento para la colocación de productos de elaboración industrial. Frente a ese contexto, las oligarquías locales buscaron incrementar la producción agrícola y minera para su exportación. Lo hicieron sobre la base de la estructura de los grandes latifundios o haciendas, de las que eran propietarias. Así, consolidaron un modelo de crecimiento económico basado en la especialización productiva, en la explotación extensiva y en la dependencia de los mercados exteriores.
El contexto era propicio para que las oligarquías dejaran atrás las viejas disputas faccionales y coordinar desde el Estado las tareas necesarias para la definición de una economía orientada hacia el exterior. Esto suponía la integración del territorio nacional y el avance sobre nuevas tierras para sumarlas a la producción exportable; además era necesario solucionar, en algunas regiones, el problema de la escasez de mano de obra, y resolver la necesidad de contar con capital e infraestructura para agilizar la producción y fundamentalmente la comercialización. Si las primeras tareas podían ser encaminadas a partir de la construcción de la gestión estatal (lo cual incluía la administración de la violencia por parte del Estado, necesaria para la reducción o incorporación de las poblaciones originarias al área de influencia de la “economía europea”), y en algunos casos resultó importante el fomento de la inmigración, las inversiones que se requerían para el transporte y la comercialización le aseguraron a las economías imperiales algo más que el papel de compradores. Así, principalmente el capital inglés se posicionó, fundamentalmente a través de la inversión en ferrocarriles y del control del sistema financiero, como una presencia tutelar del crecimiento de las economías de los países latinoamericanos y de la orientación de sus elites gobernantes.
La consolidación de una estructura estatal resultó fundamental para la integración del territorio nacional y para definir las bases institucionales necesarias para el funcionamiento del modelo primario exportador. Este proceso tuvo diferentes ritmos y etapas en los diversos países del continente. Allí donde la demanda internacional coincidía con las posibilidades que ofrecían los suelos, las oligarquías pudieron negociar o imponer su predominio sobre otras facciones, y consolidar el poder del Estado. Lo hicieron a partir de una alianza de hecho con el capital extranjero, que ocupó un lugar fundamental en el financiamiento a través de préstamos, que inauguraban una larga historia de endeudamientos.
De acuerdo al tipo de producto primario que cada región podía ofrecer, se hacía necesaria la ocupación de regiones que, en algunos casos, habían permanecido al margen, incluso durante los siglos de dominación colonial. En el caso de México y Argentina, por ejemplo, la consolidación del poder estatal estuvo ligada al sometimiento de las poblaciones originarias a través de campañas militares que llegaron a producir el exterminio de poblaciones enteras. Este fue el caso de la llamada “Conquista del Desierto” encabezada por el presidente argentino Julio A. Roca. A través de una excursión militar hacia lo que, con eufemismo, se denominaba “desierto”, el Estado incorporó a la economía nacional, orientada a la exportación de productos demandados por los centros industrializados, como lana, carne o cereales, miles de kilómetros de la Patagonia.
La especialización productiva que produjo el modelo agro minero exportador hizo que los sectores encargados del control del Estado fuesen aquellas elites provenientes de las regiones más favorecidas por esa redefinición de la economía. En Brasil, por ejemplo, la demanda de los mercados internacionales reorientó el predominio de la actividad económica hacia las regiones del sur, que expresaban el avance del café y la ganadería, por sobre las tradicionales producciones de azúcar y algodón.
En general, las oligarquías que comandaron este proceso de consolidación de los Estados Nacionales, lo hicieron guiados por el espíritu “civilizatorio” que acompañaba las excursiones hacia territorios que antes estaban fuera del alcance estatal. Las consignas de “orden y progreso” o “paz y administración” resultaron lemas característicos que sintetizaban la ideología positivista que sustentaba la acción “modernizadora” en lo económico, pero profundamente conservadora en lo político. El control del aparato estatal, y la exclusión política y social de las mayorías, resultaron rasgos centrales de la consolidación del orden oligárquico, tal como lo estamos describiendo.
Sin embargo, no siempre las oligarquías lograron acuerdos que les permitieran neutralizar las viejas disputas faccionales, ni tampoco en todos los países el Estado consolidó rápidamente una estructura capaz de controlar todo el territorio y transformarlo en función de la nueva orientación de la economía. En algunos casos, regiones enteras quedaron al margen porque siguieron siendo poco valoradas en términos económicos, o porque el crecimiento no alcanzó a incorporarlas. En otros casos se conformaron verdaderas economías de enclave, en donde las empresas de capitales extranjeros controlaban no sólo la producción sino también la comercialización y el abastecimiento de los productos consumidos por los trabajadores. Este era el paisaje de la explotación del azúcar en las islas del Caribe, pero también el del salitre en el norte de Chile, la minería boliviana y el azúcar en el norte peruano.
Allí donde el Estado no logró tener presencia, la exploración de nuevos territorios quedó en manos de emprendedores, que pudieron construir así sus propias riquezas.
Pero en esos años finales del siglo XIX asomaría en el continente una sombra imperialista que a la postre se revelaría como algo más palpable que un espectro.
La presencia de EEUU se hizo cada vez más potente a partir de su creciente protagonismo en las disputas por los mercados de capital y las fuentes de materias primas.
La emergente potencia imperial del norte había procurado posicionarse desde principios del siglo XIX como “hermano mayor” de sus “débiles” vecinos, para resguardarlos de la posibilidad de recaer en las “garras” coloniales.
El marco ofrecido por la Doctrina Monroe, sancionada en 1823, invocaba el principio soberano de “América para los americanos”, pero establecía de hecho la incumbencia norteamericana en el ámbito continental.
EEUU impulsaba ahora, en “la era del imperialismo”, una traducción de su liderazgo continental por medio de la promoción de Conferencias que buscaban unir a todos los Estados Americanos.
La primera de esas reuniones, convocada en Washington, en 1889, puso en evidencia la intención de los norteamericanos de propiciar acuerdos comerciales y unificar las normas jurídicas para potenciar su penetración económica en el continente, en el marco de su proyecto “panamericano”.
Esa posición de liderazgo en la promoción de una organización de escala continental sería pronto reafirmada a través de la participación en gestiones para dirimir conflictos entre los países latinoamericanos y las viejas potencias imperiales europeas, que aún conservaban su presencia en el continente.
Así, la gestión diplomática en ocasión de las disputas entre Venezuela y Gran Bretaña por el límite de la Guyana, en 1897, sería un antecedente para que luego EEUU interviniera decisivamente en el proceso de independencia de dos islas que constituían los últimos bastiones del viejo imperio español.
Principalmente Cuba, aquel emporio de la colonia, constituía un espacio estratégico en el área del Caribe, de singular interés para los norteamericanos.
De allí que EEUU ofreciera, además de la diplomacia, su apoyo militar a los ejércitos rebeldes que luchaban por la independencia.
La declaración de guerra a España, en 1898, tras un incidente con un barco de bandera norteamericana, decidió el definitivo retroceso del colonialismo ibérico, y al mismo tiempo inauguró la era del imperialismo norteamericano, a través de la ocupación de Cuba y Puerto Rico, botines de la Guerra ganada.
Si bien la primera de estas dos islas declararía su independencia formal, la enmienda Platt, incorporada al texto constitucional de la nueva República, cedía a EEUU parte del territorio y el derecho a la intervención.
Aunque las iniciativas vinculadas con el proyecto panamericano no se detuvieron y se organizaron nuevas reuniones rebautizadas como Conferencias Interamericanas, con el comienzo del siglo XX EEUU acentuaría su estrategia de intervención en el continente con menos diplomacia y más “garrote”.
Esa impronta de la política exterior era el espíritu del llamado corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe, a través del cual el nuevo presidente norteamericano Theodore Roosevelt admitía la necesidad de propiciar una política más agresiva de defensa continental, frente a la debilidad que mostraban muchos gobiernos para enfrentar las amenazas de las potencias extracontinentales.
THEODORE ROOSEVELT (1858-1919)
HISTORIADOR EDUCADO EN HARVARD Y PROCEDENTE DE UNA FAMILIA ACOMODADA ENTRÓ EN LA POLÍTICA DE LA MANO DEL PARTIDO REPUBLICANO.
LA POLÍTICA INTERIOR DE ROOSEVELT ESTUVO MARCADA POR SU CAMPAÑA CONTRA LOS MONOPOLIOS Y EL GRAN CAPITALISMO (CONFLICTOS COMO EL QUE LE ENFRENTÓ A J. P. MORGAN LE DIERON UNA REPUTACIÓN PROGRESISTA).
PERO SU PRESIDENCIA ES RECORDADA SOBRE TODO POR UNA POLÍTICA EXTERIOR EXPANSIVA.
FUE CANDIDATO A VICEPRESIDENTE EN LAS ELECCIONES DE 1900, EN LAS QUE RESULTÓ REELEGIDO WILLIAM MCKINLEY, EL ASESINATO DE MCKINLEY CONVIRTIÓ A ROOSEVELT EN PRESIDENTE EN 1901 Y AL LOGRAR LA REELECCIÓN EN 1904 FUE PRESIDENTE HASTA 1909.
CUANDO ESTALLÓ LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL ROOSEVELT SE CONVIRTIÓ EN UNO DE LOS CRÍTICOS MÁS DUROS DE LA POLÍTICA DE NEUTRALIDAD ARGUMENTANDO A FAVOR DE QUE ESTADOS UNIDOS INTERVINIERA EN APOYO DE GRAN BRETAÑA.
El desorden financiero de los Estados de América Latina, que supuestamente los colocaban en una situación de debilidad frente a los acreedores europeos, comenzó a ser considerado, también, un motivo de intervención.
A nadie escapaba el hecho de que detrás de esta política de protección continental se encontraban los intereses imperialistas de Norteamérica.
Esto se pondría de manifiesto en torno de la independencia de Panamá en 1903.
EEUU había intentado negociar con Colombia la sesión de una parte de su territorio, considerado propicio para la construcción de un canal interoceánico.
Fracasados los intentos diplomáticos, Roosevelt decidió el apoyo a los ejércitos independentistas, que garantizaron la cesión a EEUU del territorio donde, luego de declarada la “independencia”, comenzaría a construirse el Canal.
PRIMER VIAJE A TRAVÉS DEL CANAL DE PANAMÁ EL 15 DE AGOSTO DE 1914
La invocación del corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe sería también el pretexto del desembarco de marines norteamericanos en Santo Domingo en 1905, frente a la amenaza de un levantamiento armado opositor, y de una intervención en Cuba, amparada en la enmienda Platt, en 1906.
Esos hechos desplegados bajo la llamada “política del garrote” consolidaron la presencia de EEUU en el Caribe, que acompañó el incremento de las inversiones norteamericanas, y la consiguiente especialización de las economías caribeñas en la producción de alimentos para la exportación a su “protector”.
La conexión entre la agresiva política exterior norteamericana y los intereses económicos se hizo más explícita bajo el gobierno de William Taft (1909-1913).
Su política exterior hacia América Latina, conocida como “diplomacia del dólar”, se fundaba en la idea de que no sólo constituía una amenaza la presencia de otras potencias, sino también la influencia de actores económicos ajenos al continente.
En ese marco se produjeron intervenciones de EEUU en Honduras, Haití y Nicaragua, entre 1909 y 1912, que aseguraron el predominio de las empresas de origen norteamericano.
Con la llegada al gobierno de EEUU del primer presidente demócrata en “la era del imperialismo”, Thomas Woodrow Wilson (1913-1921), se despertaron expectativas en torno de la proclamación del fin de las políticas agresivas hacia el continente.
Sin embargo, rápidamente las acciones de los marines desmintieron los discursos democráticos.
El primer escenario de una nueva intervención norteamericana sería el convulsionado vecino del sur, al que ya se le había arrebatado medio siglo antes una parte de su territorio: México.
El desembarco en el puerto de Veracruz, en 1914, justificado por la detención de tropas norteamericanas en Tampico, produjo una reacción defensiva por parte del gobierno encabezado por Victoriano Huerta, surgido de la Revolución que había comenzado en 1910.
Si bien las tropas norteamericanas permanecieron durante seis meses en Veracruz, la respuesta mexicana expresaba un principio de autodeterminación y de rechazo a la intervención de EEUU, que ya se encontraba extendido en buena parte de los países del continente.
Centroamérica continuó siendo el escenario principal de la influencia imperialista norteamericana: un nuevo desembarco de tropas estadounidenses en Haití, en 1916, se traduciría en una ocupación que perduraría durante dieciocho años; en República Dominicana, la intervención concretada ese mismo año daría lugar al control del país durante los ocho años siguientes.
Sin embargo, esa agresiva política imperialista en el continente, y en particular en Centroamérica, había engendrado también una expresión latinoamericanista, que comenzaba a ser cada vez más claramente asociada con un contenido antiimperialista.
En torno de la intervención norteamericana en la independencia de Cuba, José Martí había denunciado el imperialismo norteamericano en el continente, ofreciendo una visión sobre los peligros que engendraban sus intereses económicos.
Esa postura afirmaba la necesidad de fortalecer la unidad del continente, sintetizada en la expresión “Nuestra América”, título de un ensayo político-filosófico escrito por Martí en 1891.
En el campo artístico, filosófico y literario el movimiento estético denominado Modernismo, cuyo representante más notable fue el poeta nicaragüense Rubén Darío, le daba forma, también en esos años, a una búsqueda identitaria recortada frente a lo norteamericano, que rescataba la herencia hispana y católica de la cultura latina frente a la anglosajona.
Esa veta de la expresión artística fue recogida y amplificada por medio de la trascendencia que alcanzó entre los intelectuales del continente la obra Ariel del escritor uruguayo José Enrique Rodó, publicada en 1900, que definió en términos de contraste la condición “espiritual” de la cultura hispano americana, frente al carácter “materialista” de lo anglosajón.
Más allá del contenido elitista que contenía el planteo de Rodó, su recepción daba cuenta de una vocación extendida en el continente que buscaba reemplazar el dogma cientificista que había predominado en las clases dirigentes, por nuevas representaciones sobre lo nacional y lo continental.
Esta búsqueda daba lugar a diferentes expresiones en las que lo nacional se podía pensar tanto a través de las referencias a lo católico, como en torno de reivindicaciones de lo indígena o la condición “mestiza” del continente, en términos raciales, pero también culturales.
La veta martiniana de una identificación identitaria de lo latinoamericano recortada frente al imperialismo, sería recuperada por algunos intelectuales con presencia y renombre en el continente, como los argentinos Manuel Ugarte y José Ingenieros.
En particular el primero de ellos sería uno de los más reconocidos promotores de la unidad latinoamericana y de la necesidad de enfrentar el “imperialismo yanqui”, consignas que difundió a través de incansables viajes y conferencias, fundamentalmente entre miembros de nuevas generaciones que provenían de sectores medios ilustrados.
MANUEL UGARTE (1875-1951)
Estas diversas expresiones de una incipiente ideología que hurgaba en la identidad y en el contenido de “lo latinoamericano” y que se relacionaban con un antiimperialismo defensivo, estaban creando también la idea de Latinoamérica, de su unidad e identidad.
La emergencia de este proceso no puede comprenderse sin tener en cuenta que se estaba produciendo un resquebrajamiento del poder monolítico que habían construido las oligarquías aliadas con el imperialismo.
Las tensiones internas del orden oligárquico habían comenzado a producir grietas en las sociedades latinoamericanas.
En ellas asomaron demandas, tanto de quienes emergieron a partir de la incorporación de América Latina al capitalismo internacional (los sectores medios urbanos y un incipiente proletariado), como de aquellos que habían sido desplazados de sus tierras o formaban parte de regiones que habían quedado marginadas del crecimiento hacia el exterior.
Confluyeron así en la desestabilización del orden oligárquico construido en la era del imperialismo, las contradicciones que había engendrado.
Se abriría entonces un nuevo escenario para la política, en donde ganarían protagonismo los discursos y los movimientos nacionalistas y antiimperialistas, junto con otros clasitas e internacionalistas, que disputaban las representaciones sobre lo nacional y buscaban torcer las estructuras políticas y económicas que sustentaban la exclusión de las mayorías.
Sin embargo no se cerrarían con estos cambios las intervenciones imperialistas en el continente, acaso porque quedaban sin resolución las contradicciones y conflictos generados durante este período, en el que se produjo la decisiva incorporación de América Latina a la economía mundial capitalista.
Leandro Sessa
Tomado de: http://carpetashistoria.fahce.unlp.edu.ar/
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