viernes, 3 de junio de 2022

Viajes al más allá y teoría de la relatividad (II)

 

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Viajes al más allá y teoría de la relatividad (II)

En Europa la declarada modernidad que se inicia en el siglo XVI hizo lo posible, por lo menos desde el siglo XVII, por separar la ciencia de sus orígenes antiguos y medievales, a los que estaba estrechamente vinculada: la astronomía a la astrología, la química a la alquimia y la física a sus componentes tradicionales. 

Lo mismo se hizo con los científicos (las mujeres, por lo general excluidas, eran pocas y ni siquiera se las tomaba en cuenta).

 Así se fue separando a esos científicos de sus orígenes, de su medio de procedencia y de las influencias recibidas de ambos, haciendo con esa falsificación, que su innegable valor como científicos los convirtiera en hombres que debían resultar en todo excepcionales no obstante el carácter a menudo rutinario y mediocre de sus vidas.

 En cuanto a su religiosidad, que es componente clave de toda sociedad y era y es de primera importancia en esa Europa cristiana, se la toleró, suavizando en algo su papel. 

Como ejemplo de esto tocaré los casos de Kepler, Newton y Einstein, por la innegable importancia de los tres.

Kepler (1571-1630) es uno de los más grandes astrónomos, famoso por sus 3 Leyes acerca del movimiento de los planetas. 

Pese a su origen humilde, logra con su esfuerzo personal hacerse reconocer su valor como astrónomo y matemático.  

Pero, hombre de su tiempo, combina astronomía con astrología y hace y vende horóscopos a partir de esta. 

Y su ciega fe religiosa, luterana en este caso, le hace actuar a menudo más como teólogo que como científico, lo que lo lleva a manipular el estudio que hace de las estrellas para convertir una de ellas en la de los magos y forjar así una fecha de nacimiento de Jesús que coincida con la del Evangelio de Mateo. 

Imposible entenderlo si se lo saca de su fe, de su mundo y de su tiempo, y si se olvida la limitante influencia que recibió de estos.

Newton (1643-1727), considerado el mayor científico de la modernidad, es sin duda uno de sus más grandes pensadores. 

Pero esa lectura era parcial porque su excepcionalidad innegable como científico ignoraba o dejaba de lado los vínculos estrechos que tenía con su tiempo, con su religión bíblica y con su atadura a valores y creencias del viejo pasado antiguo y medieval. 

Fue Keynes, el conocido economista, el que, sin disminuir en nada la grandeza de Newton, mostró eso. 

En el remate de una caja de papeles personales de Newton que la Universidad de Cambridge despreció, Keynes, que compró la caja y estudió por varios años esos papeles, llenos de sus reflexiones personales, encontró y mostró que Newton creía en la alquimia, buscaba la piedra filosofal, creía que Moisés sabía antes de Copérnico que los planetas giraban en torno al sol, y estaba convencido de que el perdido templo de Salomón contenía algo como un útil mapa de los cielos.

 Eso permitió a Keynes decir que Newton no era el primer hombre de la Edad de la Razón sino el último de los Magos, de los babilonios y sumerios.

El caso de Einstein (1879-1955), sobre todo de su juventud, se ve a primera vista bastante diferente de los dos anteriores porque la sociedad en que vive y se abre camino como estudiante y luego como joven científico es claramente industrial, capitalista, imperialista.

 Los avances económicos, tecnológicos y culturales logrados para entonces en Europa son enormes y era de suponer que en las últimas décadas del siglo XIX y primera del XX esa moderna sociedad europea estaba mucho más distante de viejas visiones e influencias antiguas y medievales que la de los tiempos preindustriales de Kepler y de Newton. 

Las biografías de Einstein solo se ocupan de su origen judío, de su vida personal y de su ambición de éxito en medio de ese cuadro dominado por la ciencia y la tecnología, y en el que los científicos discuten sobre temas como el éter, la cuarta dimensión y sobre el carácter y la velocidad de la luz. 

Pero, aunque útil, esa visión es simplista y engañosa.

Veamos. El tema de la cuarta dimensión, que será uno de los temas centrales del pensamiento de Einstein y una de las claves de su teoría de la relatividad y del espacio-tiempo, se inicia a mediados del siglo XIX en Inglaterra, en el reservado mundo de la física y la matemática, y es Inglaterra la que va a estar a la cabeza de las discusiones científicas que se hacen al respecto en las dos décadas finales del siglo XIX.

Pero hay que decir que quien lo difunde y populariza es el pastor, escritor y maestro Charles Dogson, que firma sus libros como Lewis Carroll y es famoso por ser el autor de Alicia en el País de las Maravillas.

 Pero no lo hace en ese célebre libro, publicado en 1865, sino en el que le sigue: Alicia a través del espejo (1871). Dogson, que era enseñante de la joven Alicia Liddell y sus hermanas, cuenta que un día regala una manzana a Alicia y le pregunta en cuál mano la tiene. Ella dice que en la derecha. 

Él le pone la mano ante un espejo y ella ve que el espejo invierte parcialmente su imagen y que en esta es en la izquierda que la tiene. Dogson le pregunta qué ocurre y ella responde que, si pudiera pasar a través del espejo, la manzana volvería a su mano derecha. 

Todo indica que Dogson pensaba ya en la cuarta dimensión y que la genial respuesta de la chica lo impresionó.

 De allí salió el libro A través del espejo, en el que Alicia al atravesar el espejo entra a otra dimensión de la realidad (o a otra realidad) y en el que regresa a su mundo al cruzarlo de vuelta. El libro también tuvo un gran éxito. 

Los caminos de la ciencia sorprenden a menudo y además de ligados a la razón, también se ligan con la creatividad.

Pero es en 1880 que el tema eclosiona, siempre en Inglaterra, por obra de los autores Charles Hinton y Edwin Abbott. Hinton, escritor liberal, feminista, estudioso creativo de la cuarta dimensión, escribe varios ensayos científico-literarios sobre el intrigante asunto, que se pone así de moda; y a partir de ellos construye y promociona la venta de unos cubos móviles de colores para ayudar a las gentes, manipulándolos, a entrar de lleno en él. 

Aunque diferente, el famoso cubo de Rubick de los pasados años 80, se inspiraba en ese cubo de Hinton.

El otro autor es Abbott, un disciplinado y riguroso sacerdote. Abbott publica en 1883 una extraordinaria novela, interesante y creativa, titulada Flatland, es decir, Planilandia, que busca una vía original para abordar el tema de la cuarta dimensión haciéndonos comprender sus enormes y hasta milagrosos alcances. Imagina un mundo plano de 2 dimensiones, largo y ancho, sin altura, como una hoja de papel, habitado por seres también planos y solo con esas mismas 2 dimensiones. 

En ese mundo plano, seres tridimensionales como nosotros podríamos entrar y salir, movernos con libertad y registrarlo todo, incluidos los cerebros de sus habitantes sin que estos pudieran percibirlo. 

Es decir, que, desde nuestra tercera dimensión, espacio del que ellos carecen, podríamos actuar como teniendo poderes extraordinarios sobre ellos, y ellos nos imaginarían como seres invisibles y poderosos de un mundo superior, es decir, como sus dioses. 

Y es de pensar que esa lectura no podía menos que satisfacer a un sacerdote cristiano como Abbott pues de haber, como se sospechaba, una cuarta dimensión y de haber en ella seres cuatridimensionales, eso mismo nos pasaría a nosotros, seres tridimensionales, con ellos, pues las apariciones, milagros, viajes maravillosos, y diversas experiencias míticas y religiosas nuestras podrían explicarse y hacerse comprensibles desde esos parámetros.

 Un reto que había que abordar y resolver desde una nueva perspectiva científica que lo asimilara. En próximo artículo veremos las nuevas e interesantes dimensiones que derivan de ese cuadro y cómo convergen en la teoría de la relatividad de Einstein.



Tomado de: https://ultimasnoticias.com.ve/

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