Breve historia de la política exterior de Estados Unidos
Desde su independencia hasta la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos fue un país neutral y políticamente aislado que solo se relacionó con el resto del mundo a través del comercio. Sin embargo, tras participar en la Gran Guerra, los estadounidenses pasaron a jugar un papel más activo en el mundo, aumentando su presencia militar y diplomática y llegando a ser la gran potencia global. Ahora, tras más de un siglo de protagonismo, EE. UU. ha empezado a replegarse, algo que están aprovechando otras potencias emergentes.
Pese a que Estados Unidos haya sido uno de los países más influyentes del último siglo, no siempre fue así. Durante sus primeros 130 años, la política exterior estadounidense se caracterizó por un aislamiento político y una estricta neutralidad con respecto al resto del mundo. Estos principios fueron establecidos por George Washington, el primer presidente de EE. UU., quien en su discurso de despedida afirmó que “nuestra conducta debe reducirse a la menor conexión política posible con otras naciones, mientras extendemos nuestras relaciones comerciales”. Con respecto a Europa, Washington defendía que Estados Unidos debía evitar verse envuelto en las disputas entre potencias europeas para no sufrir los estragos de sus guerras.
Estos principios se formalizaron en la doctrina Monroe de 1823. Resumida en la frase “América para los americanos”, esta doctrina pretendía evitar que las potencias europeas siguieran colonizando América. Estados Unidos anunció que cualquier intervención europea en la región sería considerada una agresión a la que se verían obligados a responder, dejando claras sus intenciones de convertirse en la potencia dominante en América.
Habiendo establecido el aislamiento político y la neutralidad como los principios de su política exterior, Estados Unidos se cerró políticamente al mundo para centrarse en sus desafíos internos. El primero de ellos era expandirse hacia el oeste más allá del territorio de las trece colonias originales. Este expansionismo se legitimó con la doctrina del Destino Manifiesto, según la cual Estados Unidos era una nación destinada a expandirse desde el Atlántico hasta el Pacífico y enviada por Dios para difundir valores como la libertad hacia el “incivilizado” oeste. Siglos después de que Estados Unidos completara su expansión territorial, esta creencia está todavía muy presente en la política exterior estadounidense, justificando la promoción de la democracia o el liberalismo económico en otros lugares del mundo.
Para ampliar: “La geopolítica de Estados Unidos”, El Orden Mundial, 2020
El nacimiento de una gran potencia (1898-1914)
A finales del siglo XIX, además de haberse convertido en una potencia regional en América, Estados Unidos era también una de las mayores potencias económicas del mundo. Su mercado interno, conectado por redes ferroviarias y cables telegráficos, era autosuficiente gracias a sus vastos recursos naturales y tierras arables, así como sus numerosos puertos en el Atlántico y el Pacífico. Y además de gozar de esta autosuficiencia económica, Estados Unidos contaba con la seguridad de estar situado en medio de dos océanos y en una región estable, lejos de cualquier enemigo. Nada de ello daba razones a EE. UU. para verse envuelto en las dinámicas mundiales, por lo que los estadounidenses mantenían un poder militar y de política exterior limitado.
Sin embargo, el aislamiento que había permitido prosperar a Estados Unidos se rompió en 1898, cuando Washington decidió ayudar a la resistencia cubana en su lucha por independizarse de España, con la que Estados Unidos entró en guerra. La cómoda victoria contra España marcó el nacimiento de Estados Unidos como potencia mundial y la afianzó como potencia regional en América. Además, España cedió importantes posesiones a los Estados Unidos, en particular Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. Estos nuevos territorios, junto con la anexión de Hawái ese mismo año, dieron a Estados Unidos presencia también en Asia, convirtiéndola en una potencia imperial.
Tras la guerra hispano-estadounidense, Estados Unidos estableció una política exterior más agresiva. Por una parte, pasó considerar a América Latina y el Caribe territorios donde estaría dispuesto a intervenir por la fuerza para proteger sus intereses económicos. Al mismo tiempo, la adquisición de Filipinas precipitó una nueva postura hacia Asia, la “política de puertas abiertas”, que pretendía garantizar el acceso estadounidense al vasto mercado chino. Estados Unidos entró en el siglo XX siendo una potencia emergente: se había hecho con colonias de ultramar e incrementado sus lazos comerciales con el mundo.
Para ampliar: “El intervencionismo estadounidense en Latinoamérica”, El Orden Mundial, 2018
El fin del aislacionismo (1914-1920)
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, la capacidad económica e industrial de Estados Unidos superaba la de Europa combinada, pero este músculo económico no se traducía en poder internacional. Eso cambió con la Gran Guerra, que redujo el poder de Europa, devastándola a nivel psicológico, económico y demográfico. Por el contrario, Estados Unidos crecía económicamente comerciando con las potencias europeas en guerra.
Esta posición privilegiada de EE. UU. fue posible gracias a su neutralidad durante los primeros años del conflicto. El presidente Woodrow Wilson, guiado por la opinión pública estadounidense, estaba determinado en mantenerse en una posición neutral, involucrándose en la guerra solo comercialmente. Esa política comercial beneficiaba en gran medida a los Aliados, Francia y Reino Unido, y se vió afectada por los ataques de submarinos alemanes a buques mercantes estadounidenses. Los ataques de Alemania forzaron a Wilson a entrar en la guerra en 1917 en el bando aliado, rompiendo la tradición de neutralidad y aislacionismo respecto a Europa.
Hacia el final de la guerra, Wilson realizó una serie de propuestas para asegurar una paz duradera en el futuro. Estas propuestas, conocidas como los “Catorce Puntos”, se centraban en la autodeterminación de los pueblos, la democracia y la cooperación internacional, y pretendían fundar un nuevo orden internacional basado en el libre comercio, la libertad de navegación y el desarme. Con esta doctrina, Wilson estableció las bases del internacionalismo liberal, que ha caracterizado la política exterior estadounidense desde entonces.
Los Catorce Puntos establecieron una nueva organización internacional, la Sociedad de Naciones, cuyo fin era fomentar la resolución de conflictos internacionales a través del diálogo. Pero, a pesar de haber impulsado su creación, Estados Unidos decidió no unirse a la Sociedad de Naciones temiendo perder soberanía y queriendo mantener su neutralidad internacional. Esta falta de apoyo estadounidense fue una de las claves del fracaso de la Sociedad de Naciones durante los años treinta, que condujo a la Segunda Guerra Mundial.
Para ampliar: “Lo que nos enseñó la Primera Guerra Mundial”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2018
El período de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial (1921-1947)
Pese a no unirse a la Sociedad de Naciones, Estados Unidos era un actor fundamental en el orden internacional, vinculado con el resto del mundo a través de lazos económicos y comerciales. Precisamente esas conexiones económicas provocaron que el colapso de la bolsa estadounidense en 1929 causara una crisis financiera mundial, la Gran Depresión. Durante los años treinta, países como Alemania y Japón, afectados por la crisis económica y no contentos con las condiciones impuestas tras la Primera Guerra Mundial, realizaron una serie de expansiones territoriales que las resoluciones de la Sociedad de Naciones no pudieron impedir y que aumentaron la tensión en Europa y Asia.
Mientras el orden internacional de la Sociedad de Naciones se quebraba, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt decidió mantener una estricta neutralidad y priorizó los desafíos internos de la crisis económica. Solo hacia 1940, cuando la economía estadounidense ya estaba estabilizada y había estallado la Segunda Guerra Mundial en Europa, EE. UU. pasó de la neutralidad a la no beligerancia para proporcionar ayuda a los países en guerra contra Alemania e Italia.
Pero la no beligerancia terminó abruptamente el 7 de diciembre de 1941, cuando Japón atacó por sorpresa la base naval estadounidense de Pearl Harbor, en Hawái. Estados Unidos entró en la guerra como aliado del Reino Unido, la URSS y China. Fue la única potencia luchando en dos frentes distintos a la vez, con más de dieciséis millones de estadounidenses involucrados directa o indirectamente en la guerra y fabricando los bienes que sostuvieron a los Aliados.
La guerra terminó en 1945 con los bombardeos atómicos estadounidenses sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Para entonces, Estados Unidos había aprendido que no podría aislarse en un mundo con aviones de combate y armas nucleares, y que debía liderar el nuevo orden internacional si quería garantizar su seguridad. El primer paso en este camino fue la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), sucesora de la Sociedad de Naciones, en 1945.
Para ampliar: “Hollywood, el ganador de la Segunda Guerra Mundial”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2017
Guerra Fría (1947-1991)
Estados Unidos emergió de la guerra prácticamente ileso y más próspero que nunca: poseía el monopolio de armas nucleares, tenía la tecnología militar y comercial más avanzada y su ejército dominaba el mar y el cielo. Había un solo país capaz de desafiar su liderazgo: la Unión Soviética, cuyo ejército dominaba Europa del Este tras su victoria contra Alemania y cuya ideología comunista contaba con apoyos en todo el mundo. El poder geopolítico de estas dos potencias era tan grande que ganaron la nueva categoría de superpotencias. Sin embargo, sus valores eran prácticamente opuestos: de un lado, el internacionalismo liberal promulgado por Wilson y la economía capitalista; del otro, el comunismo soviético. Así se abrió la Guerra Fría, un período en el que ambas superpotencias se disputarían la influencia mundial.
Para contrarrestar la influencia de la URSS en Europa y asegurar el liberalismo económico y su liderazgo militar, Estados Unidos puso en marcha dos mecanismos. Por un lado, el Plan Marshall, un paquete de ayudas económicas a los países europeos, pretendía promover una Europa próspera para garantizar su estabilidad y evitar que una nueva crisis económica provocase la inestabilidad de la década anterior. Por otro lado, Estados Unidos impulsó la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la primera alianza militar de la que EE. UU. formó parte fuera del hemisferio occidental en tiempos de paz, demostrando el deseo estadounidense de liderar el nuevo orden mundial.
Para ampliar: “La geopolítica de la OTAN en Europa”, El Orden Mundial, 2018
Las bases de la política exterior estadounidense durante la Guerra Fría las estableció en 1946 George Kennan, un diplomático estadounidense destinado en Moscú, en un telegrama secreto de 8.000 palabras que pasaría a la historia como el Telegrama largo. Según Kennan, Estados Unidos debía contener a la URSS, impidiendo la expansión del comunismo. Pero no debía hacerlo a través del enfrentamiento directo, sino “conteniendo” la difusión del comunismo por el mundo. La doctrina de la contención, o doctrina Truman tras su proclamación por el presidente Harry Truman en 1947, llevaría a Estados Unidos a intervenir en Corea en 1950 para defender a la mitad sur del país de la invasión comunista del norte, y más adelante en otros países, principalmente en Asia y Latinoamérica.
En ese contexto de tensión, el mundo estuvo al borde de una guerra nuclear en 1962, cuando Estados Unidos descubrió bases de misiles nucleares soviéticos en Cuba, país aliado de la URSS, desde donde podrían atacar fácilmente suelo estadounidense. La crisis de los misiles cubanos se solucionó con el traslado de los misiles de vuelta a la URSS a cambio de que EE. UU. desmantelara sus propios misiles estacionados en Turquía. Sin embargo, el miedo a una nueva escalada nuclear llevó a ambas potencias relajar tensiones. Se abrió así un período de distensión conocido como détente, del francés ‘aflojamiento’, promovido en Estados Unidos por el presidente Richard Nixon y su asesor Henry Kissinger. Esta mejora de las relaciones permitió que se alcanzaran acuerdos de control de armas nucleares como el Tratado sobre Misiles Antibalísticos (SALT I).
Para ampliar: “La amenaza nuclear en el siglo XXI”, Diego Mourelle en El Orden Mundial, 2017
Con todo, la distensión no impidió que en 1965 EE. UU. entrara en la guerra de Vietnam para evitar que la facción comunista tomara el poder en el país. Tras más de una década de intervención, miles de millones de dólares gastados y casi 60.000 víctimas estadounidenses, Estados Unidos no logró su objetivo. La complejidad táctica, la oposición de la sociedad civil estadounidense a la guerra y la prolongación del conflicto hasta 1973 dejaron secuelas duraderas en la política exterior de EE. UU, que desde entonces no se embarcaría en intervenciones militares en el extranjero a menos que la victoria estuviera prácticamente asegurada. La huella de Vietnam saldría a la luz ya en 1979, con la invasión soviética de Afganistán: el presidente Jimmy Carter no quiso enviar tropas estadounidenses y optó combatir a los soviéticos de forma indirecta dando apoyo financiero y armas a los muyahidín, las guerrillas islamistas locales.
La hegemonía estadounidense (1991-2007)
Tras el inesperado colapso de la URSS en 1991, Estados Unidos quedó como la única potencia hegemónica y empezó a construir un mundo a su imagen y semejanza. A lo largo de los noventa, mientras la democracia y el liberalismo económico se extendían por todo el mundo, Estados Unidos fortaleció sus alianzas, y muchos países del antiguo bloque del este se unieron a la OTAN. Esta hegemonía condujo a EE. UU. a intervenir incluso en conflictos donde sus intereses no estaban en juego, como en las guerras de Yugoslavia.
Para ampliar: “Desintegración y guerras de secesión en Yugoslavia”, Marcos Ferreira en El Orden Mundial, 2015
Al mismo tiempo, Estados Unidos aumentó su presencia en Oriente Próximo, región de importancia estratégica por sus grandes reservas de petróleo. Además, en esta región se encuentra Israel, uno de los principales aliados de EE. UU., que fue el primer país en reconocer al nuevo Estado hebreo en 1948. La relación entre ambos se basa principalmente en vínculos históricos y culturales, así como en intereses de seguridad mutuos.
Cuando el régimen iraquí de Sadam Huseín invadió Kuwait en 1990, Estados Unidos lideró una coalición internacional con la que derrotó a Irak en la guerra del Golfo. Después de esta intervención, Estados Unidos mantuvo su presencia militar en la región, lo que fue mal visto por algunas facciones locales. Entre ellos surgió Al Qaeda, un grupo yihadista liderado por un saudí llamado Osama bin Laden que atacó objetivos estadounidenses y con el tiempo se convirtió en la mayor organización terrorista del mundo, atentando incluso contra las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de septiembre del 2001. Tras ese ataque, el presidente George W. Bush lanzó la “guerra contra el terrorismo”, una campaña antiterrorista contra grupos terroristas como Al Qaeda, así como contra países sospechosos de colaborar con ellos. Bajo el Gobierno de Bush, Estados Unidos adoptó una política exterior más intervencionista y unilateral, alejándose de los ideales wilsonianos.
Para ampliar: “Estados Unidos en el corazón del golfo Pérsico”, David Hernández en El Orden Mundial, 2018
Afganistán, donde Al Qaeda tenía su cuartel general, fue el primer escenario de esta campaña. Cuando los talibanes, la facción islamista que controlaba el país, se negaron a entregar a Bin Laden en 2001, EE. UU. invadió Afganistán. Pese a que los estadounidenses pronto expulsaron a los talibanes de Kabul, la capital, mantener el control del país resultó mucho más difícil, lo que ha obligado a Estados Unidos a prolongar su presencia en el país hasta hoy. Hasta la fecha, Afganistán es la guerra más larga en la que ha participado EE. UU. en toda su historia.
El segundo escenario de la guerra contra el terrorismo fue Irak, donde miembros de la Administración Bush creían erróneamente que había armas de destrucción masiva. Pese a no tener evidencias ni prácticamente apoyo internacional, EE. UU. invadió Irak en 2003 violando, además, el derecho internacional. Esta invasión tuvo un resultado similar que la de Afganistán: pese a tomar la capital rápidamente y derrocar a Huseín, la dificultad de mantener el control del país prolongaría la guerra. Cuando las últimas tropas estadounidenses abandonaron Irak en 2011, dejaron atrás un país más violento e inestable que una década antes, el caldo de cultivo para que surgieran organizaciones terroristas como Daésh.
Para ampliar: “El origen de Dáesh: entre el conflicto, la fantasía y el caos”, Javier Blanco en El Orden Mundial, 2019
Nuevas potencias (2008-presente)
Apenas dos décadas después del fin de la Guerra Fría, la hegemonía estadounidense, cuyo liderazgo ya estaba cuestionado tras la invasión de Irak, recibió un duro revés en la crisis económica del 2008. Mientras las economías occidentales se hundían y el liderazgo estadounidense se quebraba, surgían otras potencias como China. El presidente Obama trató de alejarse de la herencia de Bush adoptando una postura más multilateral, y se apoyó en la OTAN para intervenir en la guerra de Libia en 2011, por ejemplo. Obama también trató de mejorar las relaciones diplomáticas con enemigos históricos de EE. UU. como Cuba e Irán, con quién negoció un acuerdo para limitar su programa nuclear en 2015.
Para ampliar: “Política exterior china, o cómo convertirse en una gran potencia”, Alberto Ballesteros en El Orden Mundial, 2020
Sin embargo, Obama no pudo impedir la pérdida de liderazgo estadounidense, que se puso de manifiesto en la guerra civil siria. Obama había amenazado con intervenir si el líder sirio Bashar al Asad cruzaba la “línea roja” de usar armas químicas contra civiles, pero decidió no actuar cuando Asad cruzó esa línea en 2013. Para cuando EE. UU. intervino para combatir a Dáesh, que estaba aprovechando la guerra siria para expandirse, otras potencias como Rusia y Turquía habían tomado la iniciativa. Por si fuera poco, la creciente importancia de Asia llevó a Obama a dar un giro estratégico hacia esa región: trató de sacar a Estados Unidos de las guerras en Oriente Próximo retirando la mayoría de las tropas de Irak y Afganistán, lo que redujo también su influencia en la región.
La elección de Donald Trump como presidente en 2016 y su cambio de política exterior hacia el unilateralismo, el proteccionismo y el America First sugiere que la política exterior de Estados Unidos está entrando en un nuevo ciclo, lejos de los ideales wilsonianos que la han caracterizado desde 1917. La derrota de Trump en las elecciones del 2020 podría suponer una vuelta al internacionalismo liberal, pero a pesar de ello es probable que Estados Unidos siga perdiendo protagonismo en favor de potencias como China.
Para ampliar:“La apuesta de Estados Unidos por Asia-Pacífico”, Diego Mourelle en El Orden Mundial, 2019
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LEON LIBERTAD
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