En los últimos seis días, la oleada de protestas desencadenada por el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de la policía en Mineápolis ha incendiado a Estados Unidos de costa a costa.
Ciudades en caos
Según un mapa presentado por Al Jazeera, en al menos 23 estados de la Unión ha sido desplegada la Guardia Nacional con el objetivo de contener los disturbios. En total, más de 350 ciudades del país han atestiguado el desbordamiento de las protestas y en 40 de ellas ya ha entrado en vigor el toque de queda.
Reporta la BBC que ascienden a 4 mil los manifestantes arrestados, al mismo tiempo que la represión de los cuerpos de seguridad van dejando un testimonio irrefutable de brutalidad policial y violación de derechos humanos a través de las redes sociales.
También se ha reportado que un manifestante afroamericano llamado David McAtee fue asesinado por arma de fuego en Louisville (Kentucky) tras un enfrentamiento con la policía y la Guardia Nacional, quienes respondieron con disparos frente al descontrol de la ciudad.
Abundan los testimonios sobre brutalidad policial. A lo largo de estos días de caos, varios periodistas y medios de comunicación han sido atacados por la policía con disparos de balas de goma y arrestos sin una razón que lo justifique.
Incluso las personas que no participan directamente en las protestas, también han sido arrestadas, agredidas con gases y golpeadas salvajemente por agentes policiales, en un intento por disminuir la tracción social de los disturbios.
De regreso a 1968 y el declive de EEUU
En Estados Unidos no se vivía una agitación política y social de tal calado desde las manifestaciones masivas por el asesinato del líder afroamericano Martin Luther King en 1968, que tuvieron su epicentro en la ciudad de Baltimore.
Frente a la turbulencia que se expandió por decenas de ciudades, convirtiendo algunas como Detroit y Chicago en auténticas zonas de guerra, el gobierno estadounidense también respondió movilizando a la Guardia Nacional y a efectivos del ejército.
A diferencia de 1968, esta crisis en Estados Unidos está marcada por las desigualdades estructurales que la pandemia de Covid-19 ha agudizado, elevando a niveles astronómicos el desempleo, la precariedad de los estratos pobres y las fallas de un sistema de salud privatizado que ha favorecido la muerte de más de 100 mil personas contagiadas.
Estos factores han alimentado una revuelta que vuelve a poner en el centro de la escena la descomposición del proyecto estadounidense. Ya no se trata de disturbios por motivos raciales.
Pero lejos de acabar con los disturbios, la brutalidad policial en ascenso los ha impulsado.
El símbolo principal del caos político en Estados Unidos ha sido la propia Casa Blanca. La sede del poder ejecutivo ubicada en Washington ha estado bajo asedio de los manifestantes durante las últimas noches, lo que provocó que el presidente Donald Trump fuese llevado, el viernes pasado, a un búnker subterráneo de la Casa Blanca para resguardar su seguridad personal.
El día de ayer, en un hecho inédito, la Casa Blanca se oscureció parcialmente tras apagar sus tradicionales faroles mientras varios incendios se propagaban alrededor, los manifestantes se enfrentaban a la policía y los saqueos se apoderaban de la ciudad.
La imagen puede verse como una metáfora del declive de Estados Unidos como potencia dominante y guía espiritual del mundo occidental. Es una demostración material que expone la mentira de Estados Unidos como una supuesta nación excepcional donde la democracia, las libertades y los derechos humanos tienen su expresión modélica.
El paso a la militarización
La violencia en ascenso en los alrededores de la sede del poder político en Estados Unidos, ha provocado que Trump eleve las apuestas. El presidente ha amenazado con desplegar al ejército estadounidense para acabar con los disturbios si los estados no lograban contenerlos para “defender a sus residentes”. “Resolvería rápidamente el problema para ellos”, sentenció Trump.
Estas amenazas se han ido materializando en las últimas horas. El general Mike Miller, jefe del Estado Mayor Conjunto, ha caminado las calles de Washington usando su uniforme del ejército para “observar la situación”, ablandando a la opinión pública frente a la muy posible intervención del componente militar para barrer con las protestas.
En este marco, los helicópteros UH-72 Lakota del Ejército de EEUU, así como varios UH-60 Black Hawks (presumiblemente del FBI) realizaron demostraciones de fuerza en los cielos de Washington, intentando generar temor entre los manifestantes y disuadirlos de continuar con las protestas.
Los efectos políticos dentro y fuera de EEUU
Como en todo proceso en fase de maduración, es arriesgado ofrecer algún pronóstico que pueda dar cierta sensación de certidumbre en el mediano plazo. La situación en Estados Unidos se define minuto a minuto, y el conflicto puede dar giros inesperados. Nada puede ser descartado.
Sin embargo, podemos ir sacando algunas conclusiones en lo inmediato.
El desbordamiento de las protestas ha sustituido a la pandemia de Covid-19 como el eje de gravedad del conflicto en Estados Unidos. Trump venía mostrando una pésima y errática gestión de la emergencia sanitaria, desplegando una narrativa anti-China y endureciendo los ataques contra Venezuela con el propósito de distraer a la opinión pública.
Puede que los disturbios le dé una dosis de oxígeno. Ahora ha cambiado la ecuación y las prioridades del tablero político. Trump aprovecha el escenario de inestabilidad para sustituir el caos de la pandemia que ha dejado su pésima gestión por el caos generado por los manifestantes.
De esta manera plantea elevarse como una figura de estabilidad y garantía para un “retorno a la normalidad” de cara a las elecciones presidenciales, que pueden suspenderse si la situación continúa fuera de control.
La orientación racial (y contra la brutalidad policial) de las protestas, aunque son legítimas y tienen bases reales, parecen estar desviando la atención de los errores de Trump en su manejo de la pandemia.
Aunque su pésima gestión ha favorecido los factores sociales y económicos que motivan las manifestaciones, en el centro de la agenda política y mediática no está situado el reclamo por la catastrófica gestión de la Administración Trump que ha provocado más de 100 mil muertos por Covid-19, más de 2 millones de contagiados y más de 40 millones de desempleados.
Parece que la apuesta de Trump consiste en esperar que se desgasten las manifestaciones para luego endosarle el caos acumulado al nuevo enemigo interno, ANTIFA, próxima a ser incorporada a la lista de organizaciones terroristas, aun cuando ANTIFA no es una organización formal. Así, limpiaría su pésimo récord en torno a la pandemia, avanzando en su agenda de reapertura de la economía y apalancando su tono agresivo contra China, que se ha impuesto como el modelo global para contener la emergencia sanitaria del Covid-19.
En los últimos días, el gobierno estadounidense ha aplicado sobre su propio territorio y habitantes herramientas similares a las intervenciones punitivas contra países no alineados a su política exterior. La respuesta a los disturbios ha sido una síntesis de 150 años de guerras de cambio de régimen y expedición imperial.
Estados Unidos ha anunciado el despliegue del ejército contra su población civil, mientras los manifestantes son espiados por agencias como la NSA, la violencia policial alcanza niveles de salvajismo y se designa a componentes de la sociedad como un “enemigo interno”. Un clásico de sus intervenciones en el extranjero, aplicando fronteras adentro todo la violencia acumulada y teorizada.
Es difícil pronosticar en el corto plazo los alcances geopolíticos del caos estadounidense. Pero si seguimos el patrón desde el inicio de la pandemia, es posible esperar un recrudecimiento de la retórica agresiva y de la guerra económica en el frente venezolano, chino e iraní. Ahora más que nunca son necesarias las maniobras de distracción.
A partir de ahora será muy difícil para Estados Unidos defender su papel como estandarte de los derechos humanos a nivel mundial. Han quedado desacreditadas sus exigencias contra gobiernos falsamente acusados de violar la libertad, la democracia y otros conceptos liberales que, supuestamente, han tenido su expresión más nítida en EEUU.
El comportamiento del gobierno estadounidense es el de una dictadura clásica que utiliza las armas para resolver los conflictos sociales. ¿Podríamos ya a empezar a hablar de un “gobierno ilegítimo” como lo hicieron contra Venezuela en 2018?
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