RECOMPOSICIÓN DEL MAPA POLÍTICO EN EE.UU.
Por: Fernando Arribas García. Especial para TP
Dentro de unos días, el martes 8 de noviembre, tendrá lugar la quincuagésimo octava elección presidencial de Estados Unidos, con lo que concluirá la más inusual y compleja campaña electoral de la historia reciente de ese país.
Es necesario remontarse hasta 1968 para encontrar un clima político tan enrevesado y anómalo como el actualmente reinante en EE.UU.
La campaña electoral de ese año en que ganó el republicano Richard Nixon, estuvo marcada, como la actual, por una fuerte tensión racial (recuérdese el asesinato de Martin Luther King y la subsiguiente ola de disturbios y violencia policial), por profundas divisiones en los dos grandes partidos, y por la irrupción con fuerza relativamente significativa de propuestas alternativas a las dominantes, entre otras la representada por la primera mujer negra candidata a la presidencia, Charlene Mitchell del Partido Comunista de Estados Unidos (CPUSA).
La principal expresión electoral de aquella turbulencia fue el candidato demócrata disidente de ultraderecha George Wallace, quien ganó el voto popular en cinco estados, dividió el apoyo al candidato demócrata oficial Hubert Humphrey, y precipitó un resultado que causó una recomposición de largo plazo del panorama político estadounidense.
Desde 1932 y hasta entonces, la política nacional había sido dominada mayoritariamente por el Partido Demócrata sobre la base de la lealtad política de los blancos rurales del sureste; pero a partir de la elección de Nixon y hasta la del demócrata William Clinton en 1992, el dominio republicano se hizo casi absoluto. Más aún, desde 1968 hasta ahora, los estados del sureste, y en general las zonas rurales y de mayoría blanca de todo el país, pasaron a ser mayormente republicanos, al mismo tiempo que la base demócrata se ha venido haciendo cada vez más urbana y más diversa étnicamente.
En suma, la elección de 1968 desarticuló la dinámica partidista preestablecida, a la vez que interrumpió las políticas de orientación keynesiana y vagamente socialdemócrata iniciadas durante la Gran Depresión, y empujó al gobierno de EE.UU. cada vez más hacia la derecha por una senda que alcanzó su clímax con las políticas neoliberales de la administración de Ronald Reagan en la década de 1980.
Los precandidatos de 2016
Al igual que en 1968, la campaña actual ha visto un resurgir de las propuestas alternativas, tanto desde la izquierda como desde la ultraderecha, lo que trastocó un panorama que lucía bastante claro hace menos de un año.
Hasta bien avanzado 2015, todo indicaba que la elección de este noviembre iba a ser una batalla predecible entre clanes políticos establecidos: una nueva reencarnación del clan Bush por los republicanos contra una del clan Clinton por los demócratas. Pero entonces, sobre la ola de turbulencia social y política reinante, emergieron en el seno del Partido Republicano varias propuestas desde la derecha de Jeb Bush, y la del senador Bernard Sanders desde la izquierda del Partido Demócrata.
Para sorpresa de muchos, la precandidatura del hijo menor del expresidente George H. Bush y hermano del también expresidente George W. Bush comenzó a perder brillo desde fines de 2015 y quedó fuera de combate casi desde el inicio de las primarias republicanas, ante el auge de los senadores descendientes de exiliados cubanos Ted Cruz y Marco Rubio y el multimillonario empresario Donald Trump, quien a la postre resultó nominado como candidato de ese Partido.
Aún más sorprendente fue el desempeño de Sanders, quien contaba con el apoyo de la mayoría de las organizaciones progresistas y de izquierda del país incluyendo el CPUSA, a lo largo de las primarias demócratas. Sanders, un autodenominado «socialista» quien sólo se inscribió en el Partido Demócrata en noviembre de 2015 y ha sido elegido en una docena de oportunidades a varios cargos como candidato de diversas coaliciones progresistas, ganó las primarias en 23 estados, obtuvo más de 13 millones de votos populares (el mejor resultado de un aspirante de izquierda en toda la historia), y representó por varias semanas un serio obstáculo para la nominación de la esposa del expresidente Clinton y hoy candidata demócrata, Hillary Rodham Clinton.
Conflicto en las Convenciones
A mediados de julio, las respectivas Convenciones nacionales de los Partidos Republicano y Demócrata dejaron oficialmente resuelta la cuestión de sus candidaturas presidenciales, pero no sin que quedara en evidencia la profunda división que se había producido en las filas de ambos bandos a lo largo de las primarias.
En la Convención Demócrata, por primera vez desde 1968, hubo masivas protestas entre los delegados, que se acentuaron cuando se hizo pública evidencia de que el Comité Nacional del Partido había favorecido a Rodham Clinton en las primarias. Casi un 40% de los delegados insistió en que Sanders mantuviera su candidatura hasta el final, y algunos hasta promovieron una iniciativa para que éste se presentara a las elecciones de noviembre fuera del Partido Demócrata.
La unidad del Partido pareció restablecida con la adopción de un programa de gobierno relativamente progresista que recogía muchos planteamientos promovidos por los delegados del campo de Sanders, quien ofreció oficialmente su apoyo a Rodham Clinton. No obstante, quedan hasta hoy serias dudas de que ésta haya verdaderamente logrado ganarse el apoyo de las bases más juveniles y avanzadas del electorado demócrata, quienes nunca quedaron completamente satisfechas con el resultado de la Convención.
Y en el campo republicano las cosas no fueron menos complicadas. Muchas de las corporaciones multinacionales que habitualmente hacen donaciones al Partido Republicano, como las grandes petroleras y las instituciones financieras, se abstuvieron de comprar espacios publicitarios en la Convención, poniendo de manifiesto su intención de distanciarse de la candidatura de Trump.
Más todavía, violando la tradición, muchos de los líderes históricos del Partido no participaron en la Convención, y ninguno de los otros precandidatos ofreció su apoyo explícito a Trump, en algunos casos con gestos de abierto rechazo. Trump finalmente fue nominado con el más bajo porcentaje de apoyo obtenido por un candidato republicano desde Gerald Ford en 1976.
Desde julio, la situación interna de los republicanos no ha mejorado mucho: aunque Cruz y Rubio han hecho tardíos y tímidos anuncios de que votarán por Trump en noviembre, ninguno de los dos se ha sumado activamente a su campaña electoral; y entre los dirigentes históricos de primera línea del Partido, sólo el excandidato presidencial Bob Dole y el exvicepresidente Dick Cheney han hecho gestos concretos de apoyo al multimillonario aspirante.
Qué significa cada candidato
Pese a la adopción de un programa moderadamente avanzado en ciertos temas sensibles para el electorado más progresista, no cabe duda de que Hillary Rodham Clinton representa hoy la continuidad. Su larga vinculación personal y familiar con la Casa Blanca y el establishment político en general, y en especial su desempeño como primera secretaria de Estado del presidente Barack Obama, hablan volúmenes acerca de lo que se puede esperar de ella: más de lo mismo.
Es por lo tanto natural que Rodham Clinton haya recibido el apoyo de los grandes medios, de la central sindical AFL/CIO y la mayoría de los grandes sindicatos, y de numerosas corporaciones transnacionales. Y que paradójicamente, aunque también esto era en el fondo predecible, hasta haya recibido un espaldarazo indirecto de varios importantes dirigentes del Partido Republicano, incluyendo nada menos que al expresidente George H. Bush.
Por el otro lado, el contenido de la campaña de Trump es mucho más controversial y complejo. El candidato republicano representa hasta ahora la más exitosa expresión en la política estadounidense de una tendencia internacional que ya tiene cierta trayectoria de triunfos en Europa y amenaza con fortalecerse, ante la creciente incomodidad tanto del statu quo gobernante en el mundo como de la oposición de izquierda: la propuesta antiglobalizadora desde la derecha.
Con Sanders eliminado, ahora Trump representa, aunque desde la derecha extrema y no desde la centroizquierda, la más inminente amenaza a los intereses establecidos de las grandes corporaciones y de las élites económicas y políticas que han gobernado el país y el mundo por décadas.
Y no sorprende, por lo tanto, que muy pocas corporaciones hayan ofrecido donaciones sustanciales a su campaña, que ninguno de los grandes medios haya expresado algún grado de apoyo al empresario candidato, o que muchos de sus propios copartidarios estén manifestándose en su contra.
La campaña de Trump está construida sobre dos elementos heterogéneos pero complementarios: por un lado, el ideario de la ultraderecha más conservadora en temas sociales, que se opone a cualquier progreso para las minorías étnicas o sexuales y aspira a reestablecer los valores de un país (que en realidad nunca ha existido) de buenos ciudadanos temerosos de Dios y respetuosos de la familia, la tradición y la propiedad; y por el otro lado, el creciente resentimiento de sectores de la clase trabajadora y el ancho pueblo ante el daño objetivo que les ha causado la globalización, con la exportación de capitales, industrias y empleos por las grandes corporaciones.
La conjunción de estos elementos da lugar a un cuerpo discursivo e ideológico que puede parecer irracional y hasta desquiciado desde afuera, pero que resulta tremendamente atractivo para una amplia franja del electorado estadounidense, alimentando una cierta modalidad de populismo de derecha.
La derecha antiglobalización
En las últimas décadas, ha venido creciendo en todo el país un sector relativamente nuevo que nunca conoció la época de esplendor industrial, estabilidad laboral y beneficios sociales iniciada durante la segunda guerra mundial y clausurada por el advenimiento del neoliberalismo y su hermana gemela, la globalización.
A partir de la década de 1980, la economía de EE.UU. ha dejado de tener una base manufacturera, dominada por las grandes fábricas que empleaban enormes multitudes de trabajadores con estabilidad laboral y beneficios garantizados de por vida, y ha pasado a estar cada vez más dominada por los sectores de servicios, especialmente comerciales y financieros, con una capacidad empleadora muchísimo menor, y con un régimen laboral caracterizado por la precarización, la tercerización y la ausencia de garantías a mediano o largo plazo para los trabajadores.
Con la exportación de empleos y capitales por las corporaciones, entraron en crisis social y económica los grandes centros industriales; ciudades y condados enteros debieron declararse en quiebra por la desaparición de su base impositiva; y crecieron los fenómenos de la decadencia de las ciudades y la pobreza urbana. Este es el caldo de cultivo para el cada vez más fuerte resentimiento de amplios sectores populares contra las grandes corporaciones y el fenómeno de la globalización.
Pero, al menos hasta ahora, ha sido la extrema derecha política, y no la izquierda, quien ha logrado capitalizar la mayor parte de ese resentimiento en EE.UU., y lo ha convertido en consigna movilizadora.
Aunque no parece difícil comprender que la globalización, eufemismo para denominar lo que los marxistas llamamos «imperialismo», es en realidad resultado inherente del desarrollo del capitalismo, y por lo tanto sólo puede ser combatido efectiva y radicalmente por medio de la lucha contra este sistema, tal análisis no ha permeado en gran escala entre las masas populares y trabajadoras de ese país. Y en consecuencia, en el imaginario colectivo de la mayoría el resentimiento contra la globalización ha quedado desconectado de los discursos y propuestas de la izquierda, y ha sido aprovechado principalmente por la extrema derecha.
Algo parecido también ha venido ocurriendo en Europa, incluso con mayor fuerza y con cada vez más alarmantes éxitos, como lo demuestran las victorias electorales de los nuevos partidos de extrema derecha en diversos países de ese continente a lo largo de los últimos 15 años, y más recientemente el triunfo del «Brexit» en el Reino Unido, sobre la base de un discurso que no pone en tela de juicio la viabilidad o conveniencia del capitalismo, pero sí agita los sentimientos ultranacionalistas, racistas y xenófobos de muchos.
Los «valores americanos»
Esta frase suele usarse en EE.UU. para hacer referencia al conjunto de tópicos característicos de la retórica de extrema derecha, los cuales constituyen la otra pieza clave del tramado discursivo sobre el que se apoya la campaña de Trump.
Algunos de esos contenidos característicos son: apego fanático a la religión; exaltación de la familia tradicional y de los roles consagrados para la madre, el padre y los hijos; mitificación del pasado nacional, idealizado como una época dorada de orden y disciplina con oportunidades ilimitadas de progreso y bienestar para todo hombre dispuesto a trabajar duro y con honestidad; rechazo de los avances democratizadores de los últimos 50 años que han abierto las puertas a la equidad de género y a la defensa de los derechos de las minorías étnicas y sexuales; culpabilización racista de los inmigrantes recientes y los extranjeros en general como responsables de la «decadencia nacional»; desconfianza frente al gobierno y la autoridad en general y reivindicación del individualismo y el derecho a la autodefensa; aislacionismo nacional, ultrapatriotismo y rechazo xenófobo por todo lo foráneo, percibido como peligroso y dañino para la nación y la familia.
Estos son los valores a los que implícitamente hace referencia la consigna central de la campaña de Trump: «Hacer a EE.UU. grande otra vez», esto es, volver a ese pasado mitificado de prosperidad y orden que supuestamente se perdió por culpa de las reformas sociales, los inmigrantes, la secularización, el poder excesivo del gobierno, y las grandes compañías que traicionaron al país y se fueron con sus empleos y capitales a otra parte. Tales elementos han estado latentes desde hace tiempo y han tenido algún grado de respaldo en ciertos ambientes sociales, pero nunca hasta ahora habían logrado ser aceptados entre las corrientes principales del pensamiento político, y apenas eran promovidos por grupos marginales con relativamente poco respaldo.
Trump subversivo
Y no obstante, es precisamente con la conjunción de esos elementos que Trump ha logrado un éxito formidable inimaginable hace unos meses, ha conquistado a vastísimos sectores del electorado para un discurso y unas propuestas que hasta ahora habían sido marginales, y le ha arrebatado el Partido Republicano de las manos a su dirigencia natural y consagrada. En este sentido, Trump es abiertamente subversivo.
Sus propuestas principales van todas a contrapelo del orden establecido a lo largo de los años de dominio bipartidista republicano-demócrata: proteccionismo a ultranza de la industria nacional contra el libre comercio y castigos arancelarios a la exportación de capitales, incluso rompiendo los tratados de libre comercio ya existentes y abandonando la Organización Mundial de Comercio de ser necesario (ambos partidos han sido por décadas entusiastas promotores de los TLC y la OMC); reforma del sistema monetario nacional con una reestructuración de la Junta de la Reserva Federal y el posible regreso al patrón-oro, aunque ello implique una ruptura con el Fondo Monetario Internacional (propuestas que son objeto de burla tanto en el mundo académico como en el político); reducción de las actividades militares estadounidenses en el extranjero y reorientación hacia adentro del gasto militar, con recortes a la participación de EE.UU. en la OTAN y hasta ruptura con ésta de ser necesario (problemático para un gobierno demócrata e impensable para uno republicano tradicional); rechazo o al menos fuerte crítica de las intervenciones militares en Irak, Afganistán y Libia (apoyadas mayoritariamente por ambos partidos dominantes); reducción sustancial o hasta eliminación de impuestos tanto para compañías como para personas naturales (los demócratas tienden a oponerse a toda reducción impositiva y los republicanos tradicionales tienden a apoyar reducciones regresivas favorables sólo para las corporaciones y los más ricos); rechazo enérgico de la inmigración (la base del Partido Demócrata tiene un fuerte componente multiétnico y el Partido Republicano ha venido haciendo esfuerzos para abrirse espacios entre los inmigrantes y sus descendientes); colaboración abierta con Rusia y levantamiento de las sanciones contra ese país.
En breve, Trump amenaza usar el Partido Republicano para dinamitar desde adentro el orden político y económico que ese mismo Partido contribuyó a construir a lo largo de varias décadas. Pero, hay que insistir, su subversión es reaccionaria, no progresista, y apunta no a avanzar más allá del sistema reinante, sino a retrotraerlo, lo que es objetivamente imposible, a una etapa previa ya superada por la historia, etapa que además nunca fue el mito dorado que evoca la retórica ultraderechista.
Lo que puede ocurrir
Precisamente por su carácter subversivo, es altísimamente improbable que Trump llegue a ser elegido. Prácticamente todos los factores claves del establishment, desde los grandes medios hasta las principales corporaciones, pasando por la mayoría de las estructuras e instituciones políticas y sociales, coinciden en el objetivo de que eso no llegue a ocurrir, y están movilizando sus fuerzas en esa dirección.
Se deben tomar en cuenta además las particularidades del sistema electoral estadounidense, diseñado justamente para dificultar la posibilidad de un resultado subversivo. Aunque Trump ganara el voto popular, lo que es tremendamente difícil, las elecciones presidenciales de EE.UU. no se deciden en las urnas con los votos de los ciudadanos, sino en el Colegio Electoral. Y en esta instancia, la victoria de Rodham Clinton está prácticamente asegurada.
La mayoría de los estados que eligen grandes números de delegados al Colegio Electoral, como California, New York, Illinois o Pennsylvania, con fuerte base urbana y gran diversidad étnica, tienen un historial consistente en favor del Partido Demócrata a lo largo de las seis últimas elecciones presidenciales. En cambio, de los estados grandes sólo Texas tiene un historial consistente de apoyo a los republicanos. Muchos de los estados fuertemente rurales y predominantemente blancos del sureste, el mediooeste y el noroeste también suelen favorecer a los republicanos, pero éstos aportan números relativamente pequeños de delegados al Colegio Electoral.
Según estimados recientes, Rodham Clinton cuenta con 239 votos electorales de estados indiscutiblemente pro-demócratas, más 59 votos de otros estados que muy probablemente también le den su apoyo. Mientras tanto, Trump tiene 138 votos electorales de estados indiscutiblemente pro-republicanos y otros 43 de estados que muy probablemente también lo sigan. Así que, incluso sin considerar los 59 votos de los estados cuya orientación todavía no está sólidamente definida, esto ya le da a Rodham Clinton 298 votos en el Colegio Electoral, 28 más de los necesarios.
También en la intención de voto popular la candidata demócrata tiene una cómoda ventaja (7% según el promedio de las últimas encuestas), aunque en medio del clima reinante de turbulencia e incertidumbre, no es imposible que Trump logre revertir esta tendencia, al menos parcialmente. De obtener la victoria en las urnas, Trump se convertiría en el quinto candidato en la historia de EE.UU. que gana las elecciones pero pierde la presidencia debido al antidemocrático sistema electoral de ese país (el caso más reciente fue el de Al Gore en 2000 frente a Bush hijo).
Pero aunque no gane, si Trump obtiene un buen resultado quedaría ratificado desde la base un nuevo liderazgo republicano, lo que podría provocar una división permanente entre el aparato partidista establecido y la nueva derecha emergente encabezada por él. En tal caso, podríamos estar ante un terremoto equivalente al que transformó el mapa político estadounidense en 1968 –con sus repercusiones mundiales–, también a resultas de una división hacia la derecha de uno de los dos grandes partidos, aquella vez el demócrata.
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