miércoles, 11 de mayo de 2022

Occidente (II)

 



Occidente (II)



El llamado descubrimiento de América, esto es, el hallazgo sorpresivo de un inesperado continente por los desesperados marinos de Colón, cambió por completo el mundo. 

Eso se logró en varias etapas. 

Primero hubo que reconocer que no eran islas ni parte de tierra firme de India o China sino un nuevo y desconocido continente. Colón no dejó de repetir disparates y murió sin saber a dónde había llegado. 

Vespucio puso las cosas en su sitio y por eso el continente se llamó América y no Colombia. 

Pero ese continente, nuevo para los europeos, fue al principio una enorme barrera longitudinal atravesada en el camino de España hacia la India y las Islas de las especias. 

Lo que solo se resolvió cuando en 1521 Magallanes y Elcano hallan el paso hacia el oeste.

Además, ese cuarto continente forzaba a la Iglesia a meterlo a martillazos en su dogmática visión religiosa en la que solo cabían 3. Y tenía otra consecuencia a la que Europa debía adaptarse pues ya no era la punta de Occidente. 

En términos geográficos América la empujaba hacia Oriente porque era ella el verdadero Occidente. Pero eso fue fácil de superar. 

Europa crecía en poder con ese descubrimiento, sobre todo España y Portugal, entre los cuales el papa repartió el mundo. América en cambio no era un continente soberano sino una extensa tierra sin amo para ser ocupada, sometida y colonizada, tarea que España asumió de inmediato. Y es justo entonces, desde el siglo XVI, que Europa se autocalifica de Occidente y empieza a colonizar y explotar a América y a fundar tempranas factorías coloniales en costas africanas y asiáticas.

Ahora bien, ese siglo XVI que, con su hipocresía característica, Europa llamó del Renacimiento e inicio de la modernidad, es uno de los siglos más criminales y violentos de la historia europea, que ha sido siglo tras siglo historia de crímenes, guerras y violencias encubiertas por la misma hipocresía. El siglo XVI europeo es el siglo de la conquista de América, de las Guerras de religión producto de la división del cristianismo entre católicos y protestantes, y de la horrenda caza de brujas que llena a Europa de hogueras en las que se quema vivas a decenas de miles de mujeres. La conquista de América, que cubre todo el siglo, es quizá el mayor genocidio de la historia humana, no porque los españoles vinieran a América a masacrar indios, pues los necesitaban como mano de obra servil, sino porque los indios se resistieron a la conquista y para someterlos hubo que masacrarlos, destruirles sus culturas e imponerles el cristianismo papista a sangre y fuego. La división del cristianismo entre católicos y protestantes, o sea entre papistas y reformados, causó virulentas Guerras de religión que llegan hasta mediados del siglo XVII. Y lo que es lo más criminal de todo es la caza de brujas, esa horrible secuencia de ejecuciones de mujeres acusadas por la alianza asesina de Estados e Iglesias, católicas o protestantes, de ser siervas del demonio y quemadas vivas en masa, monstruosidad que cubre todo el siglo XVI y llega hasta el inicio del XVIII, el llamado siglo de la Ilustración.

El XVII, otro siglo violento, es importante. Pero el siglo decisivo para imponer ese poder absoluto de las ideas en que su dominación mundial se basa, y con ellas esa identificación total entre Europa y Occidente, es el XVIII. Y en este sí hay que detenerse.

Las ideas centrales en las que la Europa ilustrada del siglo XVIII, definida como Occidente, basa su derecho a ejercer la dominación mundial, ideas que se mantienen y expanden a lo largo de los siglos XIX y XX, no eran del todo nuevas y habían cobrado rasgos modernos con la temprana colonización europea de América desde el siglo XVI, como es el caso del racismo basado en el color de la piel. Pero es la Ilustración europea del siglo XVIII la que, superando esa parcial visión empírica, les da carácter de riguroso sistema “científico” y se las impone al mundo. Esas ideas centrales son 3: la racionalidad, el racismo y la religión verdadera. El hombre europeo, que es blanco, es el único ser racional. Es decir, que solo Europa es un continente racional. La humanidad está formada por una jerarquía inmodificable de razas, definidas por color de piel, en cuya cumbre se halla el blanco europeo. La jerarquía desciende pasando luego del amarillo asiático al negro africano, y de este al rojo cobrizo, que es el indio americano, triste ser de dudosa humanidad. Y esa Europa practica además la religión verdadera, que es por supuesto el cristianismo, sea papista, protestante, o hasta cismático, caso de los griegos. Así, Occidente, identificado con la Europa ilustrada del siglo XVIII, basa desde entonces lo que califica de inalcanzable superioridad suya en su blancura, su arraigado racismo y su religión, el cristianismo, que sería la única verdadera. ¿Qué más podía pedirse? ¿Quién podía entonces cuestionar su absoluta superioridad y su indiscutible derecho a dominar el mundo?

Pero me interesa tocar aquí la visión despectiva que esa Ilustración europea, amada por nuestras burguesías, tuvo de esta América. Tampoco fue visión nueva pero sí llevada entonces a su plenitud. Desde el “descubrimiento”, América fue un continente otro, el continente de la otredad, distinto de Europa, pero al que se somete, define y lee en términos europeos o propios del Viejo Mundo. Esa comparación arbitraria y racista suponía una jerarquía y en ella América quedaba como un continente inferior. Lo que en ella era más grande, como ríos y selvas, era monstruoso. Y lo más pequeño era inferior: el puma era un león calvo, el jaguar un tigre enano, la llama un camello chimbo y el tapir un elefante de bolsillo. Pero la Ilustración, representada por pensadores como Montesquieu, Buffon, De Pauw y Voltaire, hace de América un continente podrido, condenado al fracaso, de clima intolerable, víctima de una humedad pantanosa que lo inunda todo y hace la agricultura imposible. Sus culturas son pobres, porque los indios son casi animales, cobardes, fríos, lampiños, sin interés por las mujeres y De Pauw hasta dice que de sus tetillas gotea leche.

En pocas palabras, para esa Ilustración europea, América era el culo de Occidente. Solo olvidaron sus sabios señalar que por 3 siglos ese culo estuvo evacuando toneladas de oro y plata con las que Europa, apoyada además en la esclavitud negra y el comercio triangular, forjó su progreso capitalista. Solo los jesuitas americanos, expulsados por Carlos III, salieron, como el padre Clavijero, en defensa de esta América nuestra refutando las mentiras de Buffon y De Pauw, reivindicando a nuestros indios y mostrando la riqueza y variedad de sus culturas.

Esa visión negativa de América perdura al inicio del siglo XIX, aunque los europeos ilustrados exceptuaron de ese cuadro a la América del norte ocupada por las colonias inglesas que formaron Estados Unidos. Y en el caso de nuestra América, entonces colonia hispánica, debe recordarse que Humboldt la recorrió en parte y difundió en Europa una visión totalmente positiva de ella. Pero la visión negativa sobre su población indígena seguía viva en pensadores dependientes a ese respecto de la Ilustración dieciochesca. Es el caso de un filósofo de la talla de Hegel que, en sus últimas clases sobre filosofía de la historia, repite la fábula de que cada media noche, en las misiones jesuíticas del Paraguay, los monjes tocaban una campana, para forzar a los indios a unirse a sus mujeres. Hegel y sus contemporáneos ignoraban que a la llegada de los europeos la población de América, toda de indígenas activos y vigorosos, rondaba los 100 millones de habitantes, la cuarta parte de la humanidad del siglo XVI. Porque de haber sabido la enorme cifra, más bien Hegel podría haberse preguntado: ¿Y para qué se les tocaba entonces la campana?

Tomado de:  https://ultimasnoticias.com.ve/

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