Occidente (III)
Ya se trate de cualquier país o continente o de cualquiera de sus períodos históricos, en el relato que los narra o los recoge reuniendo fuentes y textos diversos, suele ser posible descubrir lo que podríamos llamar dos caras opuestas: una luminosa o al menos mostrable, la que exhibe con orgullo su historia oficial, y otra, sin nombre, que esa historia oficial prefiere ignorar o suavizar y cuya magnitud solo es posible descubrir contrastando y explorando ese mismo terreno a fondo.
Y creo que no podríamos encontrar mejor ejemplo de ello que el de esa Europa que desde el siglo XVI, como ya vimos, se proclamó orgullosa cabeza de Occidente y que, ya impuesta como tal desde el siglo XVIII, alcanza su cenit como insuperable modelo civilizatorio universal en el pasado siglo XIX y en las primeras décadas del XX.
Pienso que una corta síntesis de algunos rasgos y hechos esenciales de ese complejo y rico cuadro de logros, triunfos, crímenes y miserias, bastará para tener una idea clara de lo que en este corto espacio intento poner en evidencia.
No cabe duda de que el siglo XIX europeo es un siglo excepcional y de que los cambios materiales y logros sociales, políticos, económicos, científicos y culturales que lo llenaron, no solo son asombrosos, sino que cambiaron el mundo, irradiando luego de Europa a otros continentes, aunque no, por supuesto, con la generosa idea de generar en ellos los mismos resultados.
Pero mi idea no es hablar de esos logros y grandes cambios, todos descritos en los libros de historia que tratan de ese siglo.
Es de su otra cara que quiero decir al menos algo en este breve artículo.
Por cierto, los historiadores europeos suelen iniciar su siglo XIX en 1815, con la batalla de Waterloo, con la que concluyen las guerras napoleónicas, etapa final, burguesa y expansionista de la Revolución francesa.
Y lo terminan en 1914, al comenzar la Gran guerra europea o Primera guerra mundial.
Así que ese siglo, el del triunfo del capitalismo, comienza con una guerra que termina, y termina con una guerra que comienza.
Y en realidad ambas son grandes guerras europeas, porque las de Napoleón también abarcaron toda Europa.
En cuanto a la otra cara, hablaré solo del auge del brutal colonialismo europeo que abarca en ese siglo el mundo entero y que deviene pronto en imperialismo planetario, y por supuesto también de la profundización de su racismo estructural, que ya esboza el nazismo, todo lo cual conduce a la larga a una feroz rivalidad por el dominio del planeta entre las grandes burguesías imperiales de Europa, que estalla como Primera guerra mundial.
Es la guerra con la que se hace iniciar el siglo XX, violento siglo en el que esa Europa, que envejece entre sus odios y prejuicios, causará una Guerra más grande y letal que la Primera, y luego empezará a vivir su inevitable decadencia y a ver en forma pasiva cómo su liderazgo de Occidente pasa a las manos de Estados Unidos.
El moderno colonialismo europeo, que viene del siglo XVI, alcanza su plenitud en este siglo XIX.
Su dominio colonial cubre todo el planeta, en especial África, Asia y Oceanía, sin dejar de amenazar y agredir también a América latina.
Pero lo más terrible por su brutalidad y su racismo son las guerras coloniales con las que Europa aplasta a esos países para imponerles su dominio y saquear sus riquezas tanto económicas como culturales.
Sin olvidar tampoco la forma en que científicos, escritores y sacerdotes celebran o avalan esos crímenes y ese racismo.
La conquista francesa de Argelia, iniciada en 1830, abarca 3 décadas de crímenes horrendos.
Los generales franceses, como Bugeaud, cobraron fama con ellos.
Rodeaban aldeas, les prendían fuego y quemaban vivos a cientos de argelinos.
Tocqueville, famoso autor de La democracia en América, fue uno de los escritores que celebraron esas cobardes matanzas.
Se sometió a Vietnam con otra guerra terrible en la que las tropas francesas masacraban soldados y civiles.
Por describir en 1886 la masacre de Touane-An, en la que los soldados franceses celebraban ver caer como moscas a los defensores vietnamitas, el ejército francés sancionó al conocido escritor Pierre Loti, que describió la matanza sin comentarios.
Entre ambas fechas Francia invadió México en 1860, convirtiéndolo en Imperio colonial francés.
Pero los patriotas mexicanos dirigidos por Benito Juárez lograron echarlos de su patria.
Inglaterra, el principal país colonialista, atacó China en nombre de la libertad de comercio para imponerle a la fuerza el consumo de opio y se apoderó de islas y territorios suyos, empezando por Hong Kong.
En su vieja colonia de India estalló en 1857 una rebelión popular, la de los cipayos.
Los ingleses lograron al cabo vencerlos y para dar un ejemplo, sus tropas reunieron decenas de cipayos capturados, los ataron a las bocas de cañones y celebraron verlos volar en pedazos al dispararse esos cañones.
En Sudáfrica masacraban con fusiles a tropas de heroicos guerreros zulúes que solo tenían lanzas.
En nuestra América se apropiaron de las islas Malvinas, de la costa miskita en Nicaragua y trataron de despojar a Venezuela del Esequibo, las minas de El Callao y las bocas del Orinoco.
En el sureste africano los alemanes masacraron brutalmente en 1904 al pueblo herero.
El feroz racismo blanco que es uno de los pilares de Europa, se profundiza y define en ese siglo, en 1853–55, con Arthur de Gobineau (1816–1882).
Gobineau, polifacético escritor francés de origen noble, estudioso del mundo iraní, publica en esas fechas un libro sobre la desigualdad de las razas humanas, en el que se autocalifica de ario y asocia esta condición de raza superior solo a los pueblos germánicos, dejando a otros pueblos europeos como inferiores, aun siendo blancos.
Así, el término ario, que ya manejaban los lingüistas y que hacía referencia a lengua, religión y nobleza de pueblos indo–iranios de Asia central, pero no a una raza ni a un pueblo ario original de existencia más que dudosa, se convierte desde entonces en propiedad exclusiva de una raza superior indoeuropea que se ubica en el norte de Europa, en el mundo anglo–germánico y se refiere a su población, cumbre de la raza humana.
El libro es muy leído en Alemania.
Pero ese nuevo racismo se expande con calma y es medio siglo más tarde que esa idea central de Gobineau es desarrollada y difundida en toda Europa por Houston Steward Chamberlain (1853–1927), autor de un exitoso libro sobre los orígenes del siglo XIX europeo, que se convierte en un auténtico best seller en Alemania.
Chamberlain, inglés que, en un mundo europeo ya cargado de odio a los judíos, de pogroms, juicios y agresiones, define al judío como enemigo, se naturaliza alemán, adora a Alemania y al fin de su vida termina como amigo y seguidor del propio Hitler, que entonces iniciaba su ascenso.
Este racismo ario afecta a los propios europeos pues todos no son arios y en particular a los alpinos y mediterráneos que pasan a ser despreciados.
Y en cuando a los judíos, ese feroz antijudaismo que el culto a lo ario refuerza y amenaza, viene de los mismos orígenes cristianos. Con ese culto a lo ario que difunde entre esos fines del siglo XIX y los inicios del siglo XX, Europa empieza a sellar el destino terrible que le espera con el triunfo del nazismo alemán en 1933 y con su cobarde complicidad con Hitler que va a llevarla a la Segunda guerra mundial.
Pero antes de llegar a ese desastre que marca el fin de su dominio, la lucha por la hegemonía mundial entre las grandes burguesías imperiales europeas: Inglaterra, Francia y Alemania, ha generado esa Primera guerra mundial, guerra colonialista e imperialista con la que, según sus historiadores, habría concluido ese tan brillante como oscuro siglo XIX.
Tomado de: https://ultimasnoticias.com.ve/
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