Las masacres de Sabra y Chatila: Volviendo a la escena de un crimen
de guerra
2 marzo 2016
Robert Fisk
Sabra y Chatila
fueron la escena de crímenes de guerra. En septiembre de 1982, los cristianos
libaneses aliados de Israel —vigilados por las tropas israelíes que habían
rodeado los campos de refugiados palestinos— masacraron a 1.700 civiles.
Un lugar de horror y, mucho después, de un memorial.
Una fosa común se encuentra todavía bajo
un montón de tierra, detrás de un grupo de árboles en el que los refugiados
sirios venden camisas baratas y DVDs. Pero los nombres de Sabra y Chatila se
asocian hoy con una vergüenza que nadie podía haber imaginado hace 34 años.
El
tráfico de drogas ha contaminado los campos —más con camellos sirios que
palestinos— y ha habido asesinatos y, lo más trágico de todo, prostitución.
Nadie en Sabra y Chatila esconde su
dolor.
La
masacre, el sufrimiento de los supervivientes, los años de miseria y el asedio
de los milicianos chiíes de Amal —que han matado más palestinos que los
israelíes— no han doblegado a los palestinos,
pero no hace falta un gran esfuerzo para comprender la profundidad de su
desesperación.
“¿Qué se puede esperar cuando una población de refugiados vive en esta pobreza y tiene cada vez menos dinero?”, me decía uno de los líderes locales del campo mientras paseábamos por las estrechas callejuelas, tan estrechas que tus hombros rozan las paredes de un lado y otro de las casuchas.
“¿Qué se puede esperar cuando una población de refugiados vive en esta pobreza y tiene cada vez menos dinero?”, me decía uno de los líderes locales del campo mientras paseábamos por las estrechas callejuelas, tan estrechas que tus hombros rozan las paredes de un lado y otro de las casuchas.
“Los libaneses no permiten que los
palestinos trabajen fuera de los campos, las ayudas de la ONU son cada vez
menores, algunos tienen familia en el extranjero que les envían dinero, pero
otros no”.
El hombre tenía razón. Donde viven los
refugiados, aparecen las mafias y los traficantes de seres humanos.
Los
crueles y los miserables prosperan en medio del dolor, tal como sucedió en
Bosnia después de la guerra de 1992-1995.
Los
palestinos llegaron por primera vez a Sabra y Chatila en 1948.
Se
necesitó casi 70 años y la masacre de 1982 para que la vergüenza de las drogas
y la prostitución emergieran en este lugar.
Pero
no se dan a una gran escala. Solo unas pocas mujeres palestinas han abandonado
los campos —deben hacerlo por el bien del honor de la familia— y se han
trasladado a Yunieh, al norte de Beirut, según un dirigente político de los
campos.
Como testigo de la masacre de 1982, he
vuelto muchas veces a este lugar de recuerdos y fantasmas para hablar con los
pocos supervivientes. Sabra y Chatila están a unos tres kilómetros de mi casa
de Beirut.
En
1982, vivían en los campos unos 5.000 palestinos. Hoy solamente 3.000. Un
artículo de uno de los periódicos locales de Beirut atrajo mi atención. Un palestino
de mediana edad, decía el artículo, había sido abatido a tiros por dos
islamistas que iban en una motocicleta.
¿Significaba esto que el culto a ISIS había
infectado incluso a Sabra y Chatila? En ese caso, ISIS estaría en Beirut.
Cuando llegué, me dijeron que lo que
decía el artículo era falso. El gobierno libanés había declarado que los
asesinos eran islamistas con el fin de aumentar su propio prestigio capturando
a uno de los asesinos.
Los
gobiernos árabes dicen al mundo que están combatiendo contra ISIS, con la
esperanza de que Occidente les entregue más armas a sus ejércitos. Pero
descubrí que esta historia era también falsa.
Ahmed Hazineh era un hombre bueno y
decente. No era un delincuente. Ayudó a abastecer a su gente con agua potable y
electricidad por una cantidad ínfima de dinero, pero cayó víctima de la mafia
local, que quería que recaudara más dinero de los palestinos. Él se negó y le
mataron.
Cuando Suheil Natur, del Frente
Democrático, y yo comenzamos a deambular por estas calles malolientes, nos
enfrentamos con el peor de los cabreos. Un hombre de mediana edad, de rostro
oscuro y arrugado, salió corriendo por una puerta de hierro.
“¿Cómo se atreve a sacarnos fotos?”, me
gritó, acompañado de otro hombre que temblaba de furia. “¿Cómo se atreve a
humillarnos? ¿Sabe que este lugar está repleto de ratas enormes y que vivimos
en esta inmundicia, en medio de aguas residuales y hedores insoportables, y que
hay ladrones, drogas y prostitución?”. Utilizó realmente la palabra
“prostitución”. Comprendía la vergüenza. Gritaba tan fuerte que Suheil trató de
calmarle y puso su brazo sobre su hombro. Él se lo retiró.
Pero Suheil había notado otra cosa. Un
cartel dedicado a un “mártir” palestino, un hombre recientemente asesinado,
Ahmed Hazineh, también conocido como Abú Wasem, cuya casa, por una extraña
coincidencia, estaba cerca de nosotros, justo al lado del hombre que nos
gritaba y de su compañero. En el umbral de la puerta, una mujer escuchaba con
tristeza aquellos gritos.
“La gente aquí está muy cabreada”, dijo
la mujer, sonriendo. “Sí, Ahmed Hazineh era mi padre. Murió el 28 de enero,
hace apenas un mes. Era un buen hombre. Ayudó a todo el mundo. La mafia le
mató. Sí, hay drogas y prostitución en los campos. Pero mi padre cuidó de mi
hermana y mi hermano, y de mí misma, y me decía todos los días que debía ser
educada. Me envió a la universidad a Inglaterra. He estado en Londres y
Newcastle”.
Nirmin Hazineh, con su cabello oscuro y
sin dejar de sonreír, habló de nuevo de su amor por su padre y vio cómo los
nombres de “Londres” y “Newcastle” —donde hace más de medio siglo yo era un
periodista novato en el periódico local— nos habían llamado la atención. Fue
como si, de repente, una hermosa luz se hubiera encendido en estos barrios
inmundos de Sabra y Chatila, una luz más brillante que cualquier lámpara que su
padre hubiera podido prender con su suministro eléctrico.
El inglés de Nirmin era impecable. Habló
de su esperanza de mejores tiempos. Todavía había algo de justicia, dijo. Uno
de los supuestos asesinos de su padre había sido detenido, un hombre que estaba
ahora en la prisión de Rumieh, al norte de Beirut.
Mohamed al Kasar ha sido acusado de
asesinato y aguarda juicio. Recordé cruelmente que ni
uno solo de los milicianos cristianos que, ante los ojos de los israelíes,
masacró a los 1.700 compañeros palestinos de Nirmin ha sido acusado de ningún
delito. Entonces me di cuenta de que Nirmin tenía
solo 26 años, que la masacre había ocurrido siete años antes de que naciera y
que, para mantener su identidad y su capacidad de recuperación en este
maltrecho lugar durante tanto tiempo, los palestinos deben sobrevivir.
Fuente: Sabra
and Shatila massacres: Returning to the scene of a war crime, Belfast Telegraph, 29/02/2016
Traducción: Javier Villate (@bouleusis)
TOMADO DE: http://blog.disenso.net/
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