por Margarita Labarca Goddard
Un día alguien se comió un murciélago en China y se vino el mundo abajo.
Este mundo tan ordenado, tan neoliberal y tan controlado por el Fondo Monetario Internacional, por el Banco Mundial y por el Grupo Bilderberg, este planeta tan seguro de sí mismo, se precipitó de pronto a un abismo desconocido y aterrador donde lo esperaba la peste.
Como si de verdad hubieran llegado los marcianos o que un meteoro hubiera chocado con la tierra y le hubiera cambiado su eje.
Todos estos hechos son muy posibles y previstos por la ciencia, pero nadie lo esperaba ni lo creía.
La mayoría de los gobiernos ineptos y corruptos, no sabían qué hacer con tantos enfermos y tantos muertos, y los ricos, por primera vez no sabían para dónde huir porque no había lugar seguro en este mundo.
Las calles de las ciudades quedaron vacías, los colegios, los restaurantes, los cines y los estadios se cerraron.
Las personas se quedaron solas, aisladas; ya nadie pudo ver ni menos abrazar a sus amigos, compañeros, ni siquiera a sus hijos ni a sus amores.
La soledad se hizo normal y los timbres de las puertas ya nunca más sonaron. La gente moría sola y era enterrada sola y sin rito funerario alguno porque ya no había suficientes ataúdes.
Tampoco había hospitales ni menos camas ni respiradores, de modo que los viejos tenían que morir ahogados para cederle el respirador a uno más joven.
La enfermedad se cebaba en los más pobres y desvalidos, los desnutridos, los explotados de siempre, obligados a seguir trabajando, y en los que se ganaban el pan de cada día en trabajos informales en la calle, vendiendo chicles, lavando autos u ofreciendo ataditos de perejil y un par de manzanas.
Pero se vio que el egoísmo y la cobardía eran inútiles y todo cambió muy profundamente porque el pueblo comprendió que para sobrevivir a la peste se necesitaba solidaridad, unión y coraje.
Regresó entonces la fraternidad y la nobleza humana, porque todos entendieron que para vencer al virus hacía falta abnegación y espíritu de sacrificio.
Que ya no habría destinos individuales sino una voluntad de lucha colectiva que sería capaz de derrotar a la pandemia y de crear un mundo nuevo y mejor.
Los médicos, las enfermeras, los camilleros y todo el personal de salud expuso su vida para atender a los enfermos, darles la mano a los moribundos y pronunciar una oración de despedida ante los cadáveres.
Los ancianos comprendieron que ya no tenían nada que perder y que su obligación era ayudar a los jóvenes, entonces salieron de sus casas y le dieron un plato de sopa a un transeúnte perdido.
Y le explicaron al muchacho vecino que sin ayuda mutua, que sin solidaridad, todos iban a morir.
Los niños que ya no iban a la escuela ni podían salir a jugar con sus amigos, dijeron que estaban muy contentos leyendo un libro y comiendo arroz todos los días.
Y vieron que el cielo estaba limpio, que había disminuido la contaminación, que los pájaros volvían a la ciudad y comprendieron que su futuro sería venturoso y no el apocalipsis ambiental que se esperaba.
Al fin los pueblos valientes y consecuentes impusieron su paz, su alegría y su honestidad, y tomaron el poder en todas partes.
En Chile fue muy fácil porque La Moneda estaba vacía y se ocupó sólo porque era un símbolo de la lucha heroica del presidente Salvador Allende y de todos los compañeros que se quedaron con él, contra el cobarde bombardeo de aviones de la FACH sobre un blanco civil.
No se nombró a ningún otro presidente porque el poder lo ejerció la Asamblea del Pueblo.
Y así fue como gracias a un pequeño murciélago que nunca llegó a ser vampiro, los revolucionarios de todos los continentes fueron capaces de transformar al mundo y de hacer esa revolución que siempre habían soñado.
Margarita Labarca Goddard
Tomado de: https://werkenrojo.cl/
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