Mujeres,
revolución y socialismo (revisitando la relación entre marxismo y
feminismo)
La emancipación de las mujeres sólo se podía alcanzar con el socialismo, pero la lucha por el socialismo no era posible sin la participación de las mujeres.
Cynthia Luz Burgueño
Publicamos un fragmento del libro Patriarcado y capitalismo. Feminismo, clase y diversidad (Akal, 2019), de Josefina L. Martínez y Cynthia Luz Burgueño, que forma parte del capítulo que aborda la relación entre feminismo y marxismo, así como la lucha por una sociedad más superadora del capitalismo, el comunismo.
Este libro fue escrito antes de que
estallara la pandemia a nivel global, por lo que algunas cuestiones
coyunturales o algunos datos pueden estar atrasados, por ejemplo, en lo que se
refiere a la riqueza de los más ricos, que no ha hecho más que aumentar en los
últimos meses. Con la nueva crisis abierta, los padecimientos de las mujeres de
la clase trabajadora en todo el mundo se han agravado, así como la precariedad
y la pobreza a millones de personas en todo el mundo, mujeres y hombres. Por
eso, la necesidad de luchar por una revolución socialista que permita iniciar
la construcción de una sociedad emancipada sigue siendo una tarea urgente.
* * *
En las décadas del auge neoliberal se
generalizó la afirmación acerca de la incapacidad del marxismo para abordar la
opresión de género, al mismo tiempo que se lo impugnaba en su conjunto.
Desde
posiciones ideológicas, a veces muy disímiles, se le atribuyó al marxismo un
sistema teórico que subsumía la lucha de las mujeres a un plano estrictamente
“económico” o que la postergaba para un futuro indeterminado, “después de la
revolución”.
Esto ocurría en el marco de la hegemonía del posmodernismo en las
ciencias sociales, que pronosticaba el fin de la historia y de la lucha de
clases.
Al mismo tiempo, la clase trabajadora retrocedía en conquistas históricas
y los movimientos sociales, como el feminista, perdían radicalidad.
Sin muchos
fundamentos ni conocimiento de su obra, algunas feministas posmodernas han
presentado a Marx como un machirulo barbudo con valores victorianos.
Otras, de
forma un poco más elaborada, sostienen que el marxismo puede servir para
analizar las relaciones económicas, pero para luchar contra la opresión de las
mujeres hay que recurrir al feminismo.
En los últimos años, quienes escribimos
este libro hemos conversado en encuentros y talleres con militantes de
izquierda y activistas feministas que nos han planteado la misma pregunta: ¿qué
relación hay entre feminismo y marxismo, entre la lucha contra el patriarcado y
la lucha contra el capitalismo?
La irrupción de la gran crisis económica hace
más de una década sacudió todos los postulados triunfalistas del
neoliberalismo: las luchas de resistencia, que comenzaron a adquirir nuevas
formas, y el debate ideológico sobre la relación entre la explotación de clase
y la opresión de género –así como, en general, sobre la vigencia del marxismo
como teoría explicativa– han recobrado actualidad.
Para abordar las complejas relaciones
entre feminismo y marxismo es importante recuperar la tradición del feminismo
socialista, o tirar del hilo de algunas reflexiones sobre la emancipación de
las mujeres que se plantearon en el pensamiento marxista desde sus comienzos.
Tan temprano como a mediados del siglo XIX, la socialista Flora Tristán
adelantaba una propuesta para la organización de la clase obrera en su
libro La Unión Obrera (1843), donde hacía un análisis de
la relación entre clase y género.
El tercer capítulo de su libro estaba
dedicado a las mujeres trabajadoras, a las que definió como “las últimas
esclavas” de la sociedad francesa.
Ellas eran las proletarias de los
proletarios, clase y género se cruzaban en la vida de las trabajadoras.
Tristán
interpelaba a los obreros y señalaba que no era posible sostener un proyecto de
emancipación humana sin tener en cuenta a las mujeres [1].
Por su parte, Marx y Engels formularon
la necesidad de luchar por la emancipación femenina desde sus primeros textos.
En La Sagrada Familia, citaban al socialista utópico
Fourier asegurando que “los progresos sociales, los cambios de periodos se
operan en razón directa del progreso de las mujeres hacia la libertad; y las
decadencias de orden social se operan en razón del decrecimiento de la libertad
de las mujeres”.
En La situación de la clase obrera
en Inglaterra, Engels ponía el foco en las mujeres trabajadoras que
ingresaban masivamente a la producción capitalista y sus penosas condiciones de
vida: el hacinamiento de familias enteras en pequeñas viviendas, miseria, falta
de higiene y largas jornadas de explotación. En esas condiciones, la “vida
familiar” de la clase obrera se descomponía.
En el Manifiesto comunista,
Marx y Engels vuelven a denunciar la tendencia del capitalismo a destruir los
lazos familiares en la clase obrera, al incorporar masivamente al trabajo a
mujeres y niños.
Pero, al mismo tiempo, señalaban la “doble moral” burguesa, en
una sociedad que, mediante el adulterio (permitido socialmente sólo para los
hombres) o la prostitución, trata a las mujeres como propiedad.
Por último,
en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado,
Engels desarrolla un análisis histórico sobre la institución familiar.
A pesar
de los límites que pueda tener esa obra, sigue siendo una referencia
fundamental para el feminismo socialista, ya que sitúa históricamente el origen
de la opresión de las mujeres, demostrando que es un fenómeno social.
Establece,
además, una relación entre la propiedad privada, la división clasista de la
sociedad y la consolidación de la familia patriarcal. Mediante la instauración
del matrimonio y la monogamia, la mujer y los hijos se convierten en “propiedad
privada del hombre”.
Estas primeras aproximaciones serán retomadas por
feministas socialistas como Eleanor Marx o por Clara Zetkin [2].
La revolucionaria alemana organizó
varios congresos internacionales de mujeres socialistas entre 1907 y 1915.
En
la Conferencia Internacional que tuvo lugar en Copenhague, en agosto de 1910,
Zetkin propuso establecer un Día Internacional de las Mujeres, que unos años
después comenzaría a celebrarse cada 8 de marzo.
La Tercera Conferencia
Internacional femenina estaba programada para abril de 1914, pero no pudo
realizarse por el estallido de la Primera Guerra Mundial.
La lucha contra la
guerra imperialista encontró a Clara Zetkin en primera fila junto a su amiga
Rosa Luxemburg.
Tanto Clara Zetkin como Inessa Armand se dedicaron
especialmente a la tarea de organizar a las mujeres trabajadoras alrededor de
las ideas del socialismo y el comunismo [3].
Zetkin polemizó en su momento
con el feminismo burgués, porque este buscaba mejorar la posición de las
mujeres de la clase propietaria, sin cuestionar las reglas del juego de la
sociedad capitalista.
La emancipación de las mujeres sólo se podía alcanzar con
el socialismo, pero la lucha por el socialismo no era posible sin la
participación de las mujeres.
Por su parte, Aleksandra Kolontái
lideró, junto con otras militantes como Inessa Armand, el debate sobre la
cuestión de la emancipación de las mujeres en el partido bolchevique.
Kolontái
consideraba que la “crisis sexual” de la humanidad no se podía reducir a una
cuestión económica.
Por eso planteaba la necesidad de una “renovación
psicológica de la humanidad”, una revolución total en las relaciones afectivas.
Afirmaba que el matrimonio monógamo estaba basado en una concepción del amor
como propiedad, que impedía que las personas disfrutaran libremente de sus
relaciones.
Estas elaboraciones son poco conocidas en la actualidad, pero
representan un gran aporte al feminismo socialista, precursor de muchas ideas
que tomaron fuerza en los años sesenta y setenta del siglo XX, con el lema de
que “lo personal es político”.
Como ya vimos, durante los primeros
años de la Revolución rusa, la cuestión de la emancipación de las mujeres formó
parte de las cuestiones prioritarias.
Lenin señalaba en 1919 que la tarea de
abrir terreno para la construcción del socialismo sólo comenzaba después de
haber logrado la igualdad de las mujeres, liberándolas de la carga del trabajo
doméstico, algo que llevaría muchos años de transformaciones.
Finalmente, el
retroceso que implicó el estalinismo en este terreno fue señalado por
dirigentes como León Trotsky, quien planteó que los argumentos que esgrimía la
burocracia para volver a situar a las mujeres en el seno de la familia patriarcal
eran “filosofía de cura que dispone, además, del puño del gendarme”.
Todos
estos debates forman parte de la tradición del movimiento obrero y del
movimiento de mujeres.
Conocerlos es clave para no comenzar desde cero.
Otro debate importante del feminismo
socialista se produjo en los años setenta, un intercambio que puede estimular
también una reflexión para el presente.
En 1981 se publicó en Estados Unidos un
libro que compilaba varias contribuciones acerca de la relación entre
patriarcado y capitalismo [4]- Un artículo de la feminista
socialista Heidi Hartmann (“El infeliz matrimonio entre marxismo y feminismo:
hacia una unión más progresista”) fue desde entonces una referencia sobre la
cuestión [5].
Hartmann comenzaba diciendo que “el
matrimonio entre marxismo y feminismo ha sido como el matrimonio de marido y
mujer en la legislación británica: marxismo y feminismo son uno, y ese uno es
el marxismo”. Hartmann concluía que se necesitaba “un matrimonio más sano o el
divorcio”.
La autora aseguraba que, para el
marxismo, el feminismo no era importante o sólo tenía un lugar secundario.
Sostenía que no había que descartar el análisis marxista para comprender las
leyes del desarrollo histórico, pero consideraba que las categorías marxistas
ignoraban el sexo.
Por eso hacía falta un análisis específico feminista para
abordar las relaciones entre los sexos.
Por su parte, el feminismo había
obviado la historia y sido insuficientemente materialista.
Por eso proponía
combinar el método del materialismo histórico con el análisis feminista sobre
el patriarcado.
Su tesis final era que, en la izquierda, el marxismo había
dominado hasta entonces al feminismo, y que había que reemplazar esa dominación
por una alianza constructiva entre ambos.
Hartmann proponía un sistema dual,
donde patriarcado y capitalismo eran considerados como estructuras de
dominación autónomas e independientes, que a veces incluso entraban en
contradicción entre sí.
En este esquema, el sistema de producción estaba
regulado por las leyes de acumulación del capital, mientras el sistema de
reproducción lo era por el sistema sexo/género (patriarcado).
El problema de las definiciones del
sistema dual es que establecían artificialmente dos esferas separadas, la
producción y la reproducción, perdiendo de vista la profunda relación que
existe entre ambas.
Además, al centrar los mecanismos del patriarcado en la
familia, las teorías duales restaban importancia a otras formas de la opresión
de las mujeres que ocurren fuera de esta, como el acoso laboral, la brecha
salarial, etc.
Y si esto ya era muy problemático en el momento en que Hartmann
escribió su artículo, lo es mucho más 40 años después, cuando la participación
de las mujeres en el mundo laboral se ha multiplicado.
Con una fuerza laboral
feminizada que ronda el 50 por 100 en muchos países, ¿cómo es posible seguir
pensando que patriarcado y capitalismo son dos sistemas autónomos que actúan en
ámbitos por completo diferenciados?
En un artículo que se publicó en el
mismo libro [6],
la filósofa feminista Iris Young hizo una crítica muy aguda al sistema dual y a
la idea de “esferas separadas”.
Young señaló que las relaciones patriarcales
están integradas en las relaciones de producción como parte de una totalidad.
Es decir, que la diferenciación muestra un atributo central del capitalismo, no
un “sistema paralelo”.
La ideología patriarcal existe antes del capitalismo,
pero este la transformó bajo nuevas condiciones.
El capitalismo se aprovecha de
esta discriminación para abaratar el trabajo de mujeres y niños y así rebajar
las condiciones laborales en su conjunto, pero las mujeres son siempre las
primeras en ser despedidas y enviadas de vuelta a casa, cuando los ciclos del
capital cambian.
Para terminar, Young señalaba algo muy
interesante para pensar hoy: en la historia del capitalismo, únicamente las
burguesas y las mujeres de la pequeña burguesía vivieron una vida más o menos
acorde con la ideología de la feminidad.
Invirtiendo los términos, podríamos
decir que cuando el feminismo liberal se volvió hegemónico en su “feliz
matrimonio” con el neoliberalismo, sólo la burguesía y sectores de la pequeña
burguesía pudieron vivir una vida que se correspondiera más o menos a la
ideología de la “libre elección” y el empoderamiento individual.
La crítica más exhaustiva hacia las
teorías del sistema dual la realizó la feminista socialista norteamericana Lise
Vogel con la publicación de Marxism and the Oppression of
Women: Toward a Unitary Theory.
Allí aseguraba que el verdadero
problema de las teorías duales era que tomaban como punto de partida una
concepción equivocada del marxismo, una versión economicista.
Como hemos visto antes, Vogel sostenía
que el trabajo doméstico en los hogares era un trabajo indispensable para la
reproducción de la fuerza laboral.
Para superar las contradicciones de las
concepciones duales, proponía desarrollar una teoría unitaria que situara la
opresión de las mujeres en el interior de los mecanismos de la reproducción
social.
Actualmente, feministas de varios países están recuperando las
elaboraciones de Vogel para desarrollar diferentes aspectos de una teoría de la
reproducción social, aunque con muchos matices y diferentes posiciones entre sí [7].
Más allá del capitalismo
En la actualidad, 157 de las 200
entidades económicas más importantes del mundo son multinacionales, no países.
Empresas como Walmart, Apple y Shell acumulan más riqueza que Rusia, Bélgica y
Suecia.
Walmart se encuentra en el puesto número 10, por encima de España,
Australia y Holanda.
El Banco Santander tiene más ingresos que países como
Colombia o Irlanda.
El dueño de Amazon, Jeff Bezos, es la persona más rica de
la historia, con una fortuna personal estimada en 150.000 millones de dólares.
Lo siguen en el ranking Bill Gates y el francés Bernard Arnault, presidente de
un grupo dedicado a marcas de lujo como Louis Vuitton o Dior. Ambos tienen
fortunas por encima de los 100.000 millones de dólares.
El patrimonio de las
400 familias más ricas de Estados Unidos se ha triplicado en los últimos 30
años, mientras que los ingresos de la mayor parte de la población han caído en
todo el planeta.
Las naciones imperialistas, lejos de
haber desaparecido como pronosticaban algunos, se atrincheran levantando muros
y fronteras a las migraciones, mientras aumentan las tensiones entre los
Estados –desde las guerras comerciales de Estados Unidos y China hasta las
guerras regionales como en Siria o Yemen– y se profundizan las políticas
intervencionistas agresivas del imperialismo como en Venezuela y Cuba.
La
crisis civilizatoria a la que nos conduce el capitalismo genera monstruos de
dos cabezas.
Trump, Bolsonaro, Le Pen, Salvini, son sólo una de las caras de un
sistema basado en la explotación, la misoginia, la homofobia, el racismo y la
violencia, que también están presentes bajo gobiernos con rostro “progresista”.
Todos defienden un sistema depredador del medioambiente, que envenena el aire,
el agua y el suelo y liquida especies enteras.
Si nuestro feminismo es
socialista es porque luchamos por activar el freno de emergencia contra esta
catástrofe a la que nos arrastran los capitalistas antes de que sea demasiado
tarde.
La invención y la creatividad humanas
han logrado poner personas en el espacio y han ayudado los misterios de la
genética y la física cuántica, a desarrollar la ciencia, las
telecomunicaciones, la industria y la tecnología a un nivel tal que permitiría
a toda la sociedad vivir sin tener que depender cada día de lo estrictamente
económico.
Pero bajo el capitalismo, todo el excedente generado, en vez de
liberar a los seres humanos de las miserias y la escasez, condena a gran parte
de la población al sufrimiento de luchar para sobrevivir.
Bajo la órbita del
capital, cuanta más abundancia crea el trabajo social, más ata a los
productores al ciclo incesante de las máquinas y los mercados, sin poder
disfrutar de lo que han creado y sin tiempo libre para aprovecharlo.
Mientras
en el mundo cada vez más personas trabajan más de lo que quieren, muchas otras
trabajan menos de lo que necesitan, o no trabajan en absoluto y son marginadas
a las periferias inhabitables de las grandes ciudades.
Al mismo tiempo,
millones de mujeres en todo el mundo agotan el tiempo de sus vidas intercalando
trabajos precarios con las extenuantes labores domésticas y las tareas de
cuidado.
La multiplicación de series distópicas
en la televisión es ya una marca de nuestra época, acorde a un momento de
crisis e incertidumbres, cuando el ciclo neoliberal del capitalismo se
descompone sin que una clara alternativa revolucionaria logre tomar forma.
El cuento de la criada de Margaret Atwood nos muestra una sociedad totalitaria donde
grupos de mujeres son propiedad del Estado como esclavas sexuales para parir
hijos que serán apropiados por quienes controlan los hilos del poder.
Otras
mujeres friegan los suelos y preparan la comida; algunas, como la tía Lydia,
actúan como siniestras agentes del sistema, controlando la agobiante cadena de
tareas de reproducción.
El gran triunfo del capitalismo es que estamos hoy más
habituadas a pensar las catástrofes y las distopías que a imaginar la
posibilidad de reorganizar la sociedad sobre nuevas bases, más allá del
capital.
Las feministas utópicas del siglo XIX
imaginaban una reorganización de toda la vida colectiva.
Proponían el reparto y
la reducción del trabajo, así como la construcción de casas sin cocinas, ya que
las tareas domésticas podrían ser realizadas de forma común.
Una gran
experiencia en este sentido tuvo lugar bajo el Estado obrero surgido de la
Revolución rusa, cuando se establecieron medidas tendientes a la socialización
del trabajo doméstico como una de las vías para la emancipación femenina.
Aunque se enfrentaron a enormes límites impuestos por la guerra y a la crisis
económica, fue una práctica social avanzada para intentar arrancar a las
mujeres del aislamiento en el hogar, en favor de su inserción en la vida
laboral, en la esfera pública y por su emancipación.
Las bolcheviques y los
bolcheviques proponían medidas de socialización de estas tareas.
Como explica
la historiadora norteamericana Wendy Goldman, en tanto que “el trabajo
doméstico sería transferido a la esfera pública, las tareas realizadas en el
hogar por millones de mujeres individuales sin pago serían encomendadas a
millones de trabajadores pagos mediante la puesta en funcionamiento de
comedores, lavaderos y centros de cuidado infantil comunitarios” [8].
Aleksandra Kolontái, la primera mujer
en ocupar un ministerio (el Comisariado del Pueblo para la Seguridad Social)
entre 1917 y 1918, decía que “la costura, la limpieza y el lavado se debían
transformar, bajo el Estado obrero, en ramas de la economía como la metalúrgica
o la minería”.
También Inessa Armand luchaba por acabar con la “esclavitud
doméstica” y en un Congreso de Mujeres Obreras y Campesinas de 1918 denunció la
doble carga de las trabajadoras en las fábricas y en el hogar.
Lenin también decía que “la verdadera
emancipación de la mujer debía incluir no solamente la igualdad, sino también
la conversión integral del trabajo doméstico al socializado”.
Y, en el mismo
sentido, León Trotsky aseguraba que, en cuanto el “lavado estuviera hecho por
una lavandería pública, la alimentación por un restaurante público [...] el
lazo entre marido y mujer sería liberado de todo factor externo y accidental”.
Las condiciones materiales
desarrolladas bajo el capitalismo, un siglo después, permitirían llevar
adelante aquellas ideas a una escala muy superior, si las fuerzas productivas
se liberaran de las trabas de la propiedad privada, expropiando a los
expropiadores.
Pensemos tan sólo lo que la sociedad en su conjunto podría
economizar (en tiempo, energía, materias primas y trabajo) si gran parte de las
comidas se prepararan en cocinas industriales, bajo el control de
profesionales, para asegurar una alimentación sana para toda la población.
No
sólo se podrían prevenir muchas enfermedades, sino que personal especializado
podría crear platos mucho más variados y sabrosos que los que millones de
personas nos podemos permitir bajo un capitalismo que impone altos precios,
falta de tiempo y tediosas rutinas.
Lo mismo si pudiéramos reemplazar las
lavadoras individuales por lavaderos comunitarios, o disponer de educación
infantil gratuita equipada con las mejores instalaciones y el trabajo de
profesionales al alcance de todas.
También sería necesario un cambio
profundo en la relación entre las ciudades y el mundo rural, no sólo para
garantizar viviendas dignas para todas las personas y espacios que no estén
superpoblados, sino para llevar adelante una revolución en los modelos de
urbanización.
Edificaciones con más espacios comunes, verdes y abiertos, con
ambientes destinados al juego, la lectura o la diversión serían una alternativa
a la restringida vida social en el aislamiento de la vivienda familiar actual.
Todo el sistema de transporte se transformaría, algo que ya es urgente para
limitar el consumo de combustibles fósiles y sus repercusiones en el
medioambiente.
En vez de millones de coches individuales que contaminan y
atascan las autovías, la prioridad estaría puesta en un sistema eficiente y
barato de transporte público.
El trabajo es una actividad que forma
parte de la naturaleza humana, pero el trabajo dominado por la explotación nos
condena a lo más inhumano de nuestra historia.
La reducción del tiempo de
trabajo es una meta vital para la mayoría de las personas y en particular para
las mujeres, no sólo para poder “conciliar” la vida laboral y la vida familiar,
sino para poder descubrir un mundo por fuera del ámbito de lo que hoy
estrictamente llamamos producción y reproducción, ampliar el espacio del ocio
creativo, el arte, la sexualidad y el juego.
Erradicar la horrorosa realidad de
que una parte de la humanidad pase hambre y muera en guerras o conflictos violentos
sólo sería el primer paso.
En este contexto de enormes
transformaciones sociales, los prejuicios patriarcales no desaparecerán de
forma “automática”, pero perderían gran parte de su sustento material.
Durante
los primeros años de la Revolución rusa, pensadores, artistas y técnicos
desplegaron ideas creativas partiendo de las necesidades humanas, no sólo para
alimentarse y vestirse, sino también para disfrutar de la cultura, el arte, el
deseo, el amor, la amistad.
Expropiar a los expropiadores, reducir
el tiempo de trabajo y arrancar las tareas domésticas del seno del hogar serían
tan sólo bases más sólidas para llevar adelante de forma consciente una
revolución constante en las costumbres, las ideas y la sexualidad, como
producto de la acción colectiva de millones de mujeres y hombres por cambiar la
forma de relacionarse.
Transformar el mundo, transformar la vida.
Así podremos
aspirar a una sociedad emancipada, sin violencias ni opresiones por razones de
sexo, color de la piel o lugar de origen, donde los productores de todas las
riquezas sociales se autoorganicen y planifiquen la vida en armonía con el
medioambiente.
De este modo, en el comunismo, “el libre desenvolvimiento de
cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.
Un feminismo
anticapitalista y socialista no se resigna con una cuota mayor de igualdad para
las mujeres en una sociedad signada por la explotación, la miseria y las
opresiones.
Lo que buscamos es una sociedad de nuevo tipo.
NOTAS AL PIE
[2] Ibídem.
[4] L. Sargent (ed.), Women and Revolution. A discussion of the unhappy marriage of marxism and feminism, Boston, South End Press, 1981.
[5] H. Hartmann, “The unhappy marriage of marxism and feminism: towards a more progressive union”, en Sargent (ed.), Women and Revolution, cit.
[7] P. Varela, “¿Existe un feminismo socialista en la actualidad? Apuntes sobre el movimiento de mujeres, la clase trabajadora y el marxismo hoy”, Revista Theomai 39.
Tomado de: http://www.laizquierdadiario.com.ve/
En: Twtter@victorianoysocialista
En: Facebook; //Adolfo León Libertad
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