La paz es el único camino
Por Jorge Arreaza Montserrat
En Venezuela llevamos ya más de dos décadas resistiendo las distintas fases de un mismo plan de agresión. La acumulación de fracasos, desplantes y torpezas, lejos de desanimar a las fuerzas imperiales -no importa que ostenten trajes republicanos o demócratas-, pareciera que vulneran el orgullo soberbio y pendenciero que los caracteriza. La última etapa del plan ha procurado generar las condiciones para intentar conducir a nuestro pueblo a una guerra civil. Incitar a los hermanos a matarse los unos a los otros, para luego venir a saciar sobre los charcos de sangre los apetitos derivados de su alma de Nosferatu moderno.
Hay un guión y varias tramas que se desprenden de éste, pero sin duda su objetivo principal es tratar de llevar al límite al pueblo venezolano por la vía de la desesperación y la asfixia, de producir dolor. No es algo que forme parte de una suposición o de teorías de conspiración, existe un documento que explica el mecanismo y la intencionalidad de atacar al pueblo para que este se rebele contra el gobierno.
Richard Nephew, ex asesor del presidente Barack Obama para el diseño y seguimiento de la agresión contra Irán, explica con cínica franqueza el objetivo criminal al imponerle a un país medidas coercitivas unilaterales, en su libro (confesión de parte) El arte de las sanciones. Una mirada desde el terreno.
Nephew es implacable, el objetivo principal es “ocasionar dolor” y “someter al pueblo del país sancionado a las peores penurias”. Con ello se busca generar condiciones para una situación de perturbación social tal, que se preste para golpes de Estado, rebeliones populares y el caos. Esos escenarios pueden conllevar, como es obvio, a una guerra civil o a muchas guerras intestinas, alimentadas además por las industrias guerreristas del capitalismo.
Claro, para evitar la depauperación total y el desorden generalizado, el académico–funcionario–agente estadounidense es lo suficientemente generoso como para ofrecerle una arrogante tabla de salvación al pueblo del Estado sancionado: la rendición y la capitulación, pulverizando su soberanía y dignidad.
Esta nueva modalidad imperialista de guerra integral, a partir de la agresión económica, es muy deficiente al tratar de predecir la reacción de los pueblos y gobernantes de los países libres. Cuba, Irán, Siria y Venezuela son ejemplos vivos de ello. En estos casos no sólo ha fracasado su formula perversa, sino que han fortalecido los procesos políticos y gobiernos que pretenden liquidar.
Al abordar Venezuela, una combinación identitaria de patriotismo, amor a la paz, dignidad y antiimperialismo originario, ha anticipado el fracaso de la agresión estadounidense desde el día cero. La carga histórica, moral y de conciencia de ser los hijos e hijas de Simón Bolívar no son variables que los softwares del Pentágono o el Departamento de Estado puedan procesar. Si le sumamos el factor Hugo Chávez y el re-arder bolivariano en el siglo XXI, sus sofisticados ordenadores de última generación arrojan “error”, o sencillamente borran estas variables del algoritmo para que sus programas puedan correr, sin recalentar sus costosas computadoras y servidores.
Para procurar un enfrentamiento fratricida entre venezolanos, han encontrado un aliado indolente y muy obediente en una fracción de la oposición nacional, que nunca abandonó la violencia como propuesta de acción; que hace llamados continuos a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) para tomar las armas contra el pueblo, siempre de forma infructuosa; que contrata mercenarios, los entrena en Colombia y luego los lanza en aventuradas incursiones sobre nuestras costas, estrellándose siempre con la unión cívico-militar-policial, ejercicio popular que garantiza la soberanía y la dignidad de nuestra Patria.
El pueblo venezolano aprendió de su historia, de las huellas imborrables de las guerras. Desde la batalla por la autodeterminación de su destino ante el colonialismo europeo -que aún hoy tiene espasmos de reminiscencia colonial con desacertadas posiciones sobre Venezuela, contrarias al Derecho Internacional Público-, hasta la Guerra Federal o Guerra Larga.
Un punto y aparte sobre este proceso. La Guerra Federal nació de la traición de la oligarquía nacional al proyecto de Simón Bolívar. La consecuencia de La Cosiata, en 1830, fue más que un documento que nos separó de la esperanza unionista que proyectó el Libertador. Fue un ejercicio que apartó a las grandes masas populares del derecho a disfrutar de su libertad, ganada con dolor y sangre en los campos de batalla de la América del Sur.
Expropiados nuevamente de la posibilidad de producir su alimento y vivir con dignidad, se conjuraron junto al General del Pueblo Soberano, Ezequiel Zamora, bajo el grito tronante de “¡Tierra y hombres libres!”. Allí se configuró el pueblo como actor deliberante de la política venezolana. El cimarrón, los indios, los zambos; toda una clase que se hizo presente para establecer un nuevo sistema de justicia social.
Sin embargo, los estragos producidos por la guerra fueron desoladores para la población. Dejó heridas profundas, como lo señala en su extraordinario libro, La Guerra Federal: Consecuencias, el General Jacinto Pérez Arcay:
“¿Qué sucedió durante y después de la guerra cancerígena interna? Sobre las cenizas de la generación de soldados autoextinguidos sin haber dado frutos ni ejemplos, se levantaron los sobrevivientes que, hastiados de matarse unos a otros, terminarían introyectados en su inconsciente la idea del rechazo a las nuevas luchas y a todo cuanto se relacionase”.
El pueblo venezolano no quiere más guerras, menos una en la que tenga que luchar con sus propios hermanos. Recordamos la dramática escena hacia el final de la gran película del serbio Emir Kusturica -Underground-, inspirada en la Guerra de Los Balcanes. Luego de que el protagonista asesinara a su hermano viene la poderosa sentencia: “Ninguna guerra puede ser llamada como tal hasta el momento en que un hermano mata a otro”.
No hay justificación posible para tratar de llevarnos a un conflicto intestino, tampoco hay posibilidad de que puedan materializar su macabro plan. Ni el pueblo, ni la Revolución Bolivariana permitirá jamás que lleguemos a ese punto. El primer legionario de la paz es, y será, el presidente Nicolás Maduro.
La principal premisa de la Revolución Bolivariana ha sido conseguir la paz, pero una que sea un ejercicio sustentable del pueblo. El Comandante Chávez, cuando hablaba del socialismo, siempre lo planteó como un mecanismo para garantizar la paz: “Sólo a través del socialismo se puede conseguir la justicia, la justicia social, la justicia profunda, y sólo por el camino de la justicia podremos conseguir la paz verdadera”.
Esa es una dimensión estratégica, ontológica: procurar un sistema de justicia que derive en el reconocimiento de los venezolanos, los unos con los otros, a través de la verificación de la igualdad y la estabilidad económica y social.
Pero también en el sentido táctico. Chávez propició innumerables acciones para generar espacios de diálogo entre los venezolanos. Incluso en los peores momentos de violencia de la oposición, durante el golpe de Estado de 2002, siempre tendió la mano para buscar la concordia. Y si habláramos de lo que significó Chávez para el proceso de paz en la vecina Colombia, no alcanzarían las palabras para describir su vocación, entrega y acción: siempre buscando la concordia entre los hermanos. Este es un principio humanista que sólo encontramos en su espíritu de vocación social.
Nicolás Maduro ha seguido al pie de la letra esta orientación del Comandante, lo ha asumido como un valor irrenunciable de la acción revolucionaria: tanto en la dimensión estructural, continuando con el sostenimiento de las políticas de justicia social para el pueblo a pesar del asedio criminal a nuestra economía; como en cada uno de los pasos que da en la cotidianidad para lograr contener el espíritu sangriento y guerrerista de la oposición pitiyanki.
Cada una de sus acciones siempre ha redundado en el sostenimiento de la paz en Venezuela. Las provocaciones, los desplantes, la violencia, las mentiras, los intentos de magnicidio, las incursiones de mercenarios, tuvieron como respuesta del presidente Maduro firmeza revolucionaria, solidez de todos los estamentos de la sociedad nacional y la búsqueda de diálogo, mecanismos para la concertación del espíritu nacional.
Si queremos entender la magnitud de la capacidad política y gestión del conflicto del presidente Maduro, sólo tenemos que dar una mirada a los sucesos de 2017. La oposición buscó incendiar el país a través de un clima de violencia continuada. La situación llamaba a la escalada en la confrontación entre nuestros hermanos. Pero el llamado del Presidente a un proceso constituyente, la convocatoria a una consulta originaria -siempre apelando a la sabiduría del pueblo y la democracia radical-, acabó con la violencia y la inestabilidad política y social.
Hoy, a pesar de la ceguera de algunos voceros de la oposición “monrroísta”, el presidente Maduro ofrece un nuevo espacio para la resolución de nuestros conflictos en paz, por la vía del diálogo y la democracia. Este llamado, afortunadamente, ha encontrado eco en casi todo el país, incluso en buena parte de nuestros adversarios que creen en la capacidad que tenemos los venezolanos de resolver en paz nuestras diferencias. Hasta la Conferencia Episcopal católica, Fedecámaras y la gran mayoría de los partidos de oposición, asumen el reto por la paz.
El proceso diáfano derivó en la elección constitucional de un nuevo Consejo Nacional Electoral, en el gesto magnánimo de indultar a más de 100 venezolanos incursos en toda una gama de agresiones a la institucionalidad, desde intentos de golpes de Estado, hasta incursiones mercenarias e intentos de magnicidio. Y como lo establece la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, todo esos gestos tributan a la convocatoria a un proceso electoral para relegitimar el Poder Legislativo, con las más amplias garantías electorales, invitaciones abiertas a la observación del evento.
Todo ello demuestra la innegable voluntad de la paz que tiene la Revolución Bolivariana. Sólo este proceso humanista y popular es garante de una paz duradera, cultivo para la justicia social. Recodemos un fragmento del poema “Despertar” del gran escritor cumanés Andrés Eloy Blanco:
Pero aquí estamos cerca de los hijos,
para darles Patria como es buena,
para darles Patria sin dolor de palabra,
como se dan las patrias, sin mojar sus ojeras,
como se dan los ojos, sin cortarles el día,
como se da la noche, sin cortarle la estrella,
como se da la tierra, sin cortarle los árboles,
como se dan los árboles, sin cortarles la tierra.
Y hablar así, a los hijos, de la Patria lejana,
en una clase clara, con la ventana abierta:
Los cuatro que aquí estamos
nacimos en la pura tierra de Venezuela;
amamos a Bolívar como a la vida misma
y al Pueblo de Bolívar más que a la vida entera
y a Venezuela, inalcansable y pura,
sabemos ir por el “bendita seas”.
Nosotros, pueblo y Revolución, conjuramos el aire nostálgico de Andrés Eloy. También luchamos por la consolidación de una Patria plena. Tenemos la certeza de la consolidación definitiva de esa Patria que nos dejó Bolívar y rescató Hugo Chávez. Plenamente soberana e independiente.
Tenemos Patria y un pueblo convencido de que no hay un camino para la paz, sino que, como nos enseñara el Mahatma Gandhi, la paz es el único camino posible.
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