La historia no había terminado, debió rectificarse
Fukuyama
Como la lucha de clases continúa –siempre al rojo
vivo–, el capítulo de ese paso atrás que significó el cierre del socialismo
europeo y la reconversión de la Unión Soviética permitió a la derecha sentirse
omnipoderosa, triunfal, ganadora absoluta.
17/06/2021
"Defiendo la construcción del
Estado como uno de los asuntos de mayor importancia para la comunidad mundial,
dado que los Estados débiles o fracasados causan buena parte de los problemas
más graves a los que se enfrenta el mundo: la pobreza, el sida, las drogas o el
terrorismo".
Esta idea jamás podríamos asociarla al pensamiento
neoliberal, que se caracteriza por una apología de la libre empresa y de la
reducción del Estado.
Pero curiosamente es lo que dice Francis Fukuyama
en su libro "Construcción del Estado: gobierno
y orden mundial en el siglo XXI", del 2004.
Fukuyama se hizo famoso cuando en 1992 (acompañando la desintegración de la Unión Soviética y del
bloque socialista europeo) pronunció el grito triunfal en su libro El fin de la historia y el último
hombre:
"la historia ha terminado".
Pero en realidad lo dicho por él ni es pensamiento
profundo, ni encierra ninguna verdad.
Era una simple declaración de guerra, cargada
ideológicamente, dicha en un momento en que las fuerzas se inclinaban hacia el
lado del capital.
Según la visión conservadora de la derecha, la
extinción del bloque socialista europeo mostraba la inviabilidad de una
revolución obrero-campesina de contenido marxista.
El socialismo, visto así, era una quimera, una
tontera condenada al fracaso.
De todos modos: ¡la historia no había
terminado!
A inicios de los ‘90, caído el muro de Berlín y
derrumbado el campo socialista de Europa del Este, el capitalismo se sintió
exultante, triunfal.
Todo parecía indicar que la economía planificada no
llevaba a ningún lado, y que el mercado se imponía como modelo único e
inevitable.
Coadyuvaba a
esta visión la idea de democracias parlamentarias como más "civilizadas" y dando más respuestas a los
problemas sociales que las "dictaduras" del
proletariado de partido único.
Fue tan grande el golpe –y en buena medida, el
golpe mediático que el capital supo implementar al respecto– que el discurso dominante
inundó toda la discusión.
La izquierda misma quedó perpleja, sin argumentos.
Parecía cierto que la historia nos dejaba sin
respuesta.
Pero la historia no había terminado.
El término "globalización" se adueñó de
los espacios mediáticos y del ámbito académico, pasando a ser sinónimo de
progreso, de proceso irreversible, de triunfo del capital sobre el "anticuado" comunismo que moría.
Y nos lo hicieron creer.
La siempre mal definida globalización pasó a ser el
nuevo dios; según se nos dijo –Fukuyama fue uno de sus principales difusores–
la misma traería desarrollo y prosperidad para todo el planeta.
La historia había terminado
(mejor dicho: el socialismo había terminado), y el término
que lo expresaba con elegancia –por no decir con refinado sadismo– era globalización.
No se podía estar contra ella.
Por ese entonces el optimismo triunfalista del
neoliberalismo en boga campeaba sobre el mundo.
Después de las fracasadas experiencias socialistas
(bueno, habría que discutir más eso del "fracaso"), o mejor dicho: después de la presentación mediática
que hacía el capitalismo victorioso de los acontecimientos que marcan estos
años, no quedaba mayor espacio para las alternativas.
Con fuerza irrefrenable, las políticas neoliberales
barrieron el planeta.
Según nos aseguraban sus mentores, por fuerza
traerían la paz y la felicidad.
Pero hoy, tres décadas después de este grito de
guerra, la realidad nos muestra algo bastante distinto a paz y felicidad
planetarias.
El capitalismo creció, sin dudas, pero a condición
de seguir generando más pobreza y dañando en forma cada vez más demencial la
ecología global. La riqueza se reparte crecientemente en forma más desigual,
con lo que puede decirse que si algo creció, es la injusticia.
Y las
guerras no sólo no han desaparecido sino que pasaron a ser un elemento vital en la economía
global; de hecho, en la dinámica de la principal potencia, Estados Unidos, es
su verdadero motor, ocupando buena parte de todo su potencial y definiendo su
estrategia política tanto interna como internacional.
Por tanto: la historia no había terminado.
La actual
pandemia no alteró las cosas.
Por el
contrario, todo indica que potenció esas diferencias e
injusticias.
Después de unos primeros años de impactante
conmoción, tanto el campo popular como el análisis objetivo de los hechos fue
saliendo del estado de shock, haciéndose evidente que este momento
de euforia de los grandes capitales era un triunfo, enorme sin dudas, pero no
más que eso: un triunfo puntual (una batalla) en una
larga historia que sigue su curso.
¿Por qué iba a terminar la historia?
"Siéntate al lado del río a
ver pasar el cadáver de tu enemigo", enseñó hace dos mil quinientos años el sabio chino
Sun Tzu en el Arte de la Guerra.
Parece que este oriental entendió mejor el sentido
de la historia que este moderno oriental americanizado, Fukuyama.
La historia no termina.
Después de observar los desastres que ocasionó el retiro del
Estado en la dinámica económico-social de tantos países siguiendo las recetas (impuestas,
por supuesto) de los organismos financieros internacionales (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial)
en esta ola neoliberal absoluta, también hay gente pensante que reacciona.
Este desastre –con éxodos imparables de inmigrantes
desde el Sur hacia el Norte, con niveles de violencia creciente, con brotes
desesperados de terrorismo– torna al mundo cada vez más problemático, más
invivible.
Y ahí aparece nuevamente Francis Fukuyama.
En realidad, en el libro citado no se desdice
radicalmente de lo expresado años atrás, pero lo matiza.
Lo cual, en otros términos, no es
sino expresión de una inconsistencia intelectual enorme.
Un grito de guerra no es teoría.
Y lo que años atrás se nos presentó como
formulación seria y sesuda –que la historia había
terminado– no pasa del nivel de pasquín barato de pueblito de
provincia.
No hay en juego ningún concepto riguroso: sólo
hay fanfarronería ideológica, la misma pasión visceral y desbordante de quien grita un gol de su
equipo favorito en el estadio.
Si luego Fukuyama debió apelar a esta
revalorización del papel del Estado, ello es lisa y llanamente porque la
historia le demostró la inconsistencia del show propagandístico que nos lanzó
años atrás.
Además, pone el acento en el Estado y no en las
relaciones estructurales que el mismo expresa.
El problema no está en el Estado, si debe ser
fuerte o débil: el problema siguen siendo las luchas de clases, la
estructura real de la sociedad, de la que el Estado es su expresión.
Definitivamente, como la lucha de clases continúa –siempre al rojo vivo–, el capítulo de ese paso atrás
que significó el cierre del socialismo europeo y la reconversión de la Unión
Soviética permitió a la derecha sentirse omnipoderosa, triunfal, ganadora
absoluta.
Valen aquí palabras del teólogo brasileño Frei
Betto:
"El escándalo de la
Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas
del Evangelio.
Del mismo modo, el fracaso del
socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del
horizonte de la historia humana."
Está claro, sin embargo, más allá de la pasajera
euforia que pudo encarnar este intelectual estadounidense con su supueseta "formulación
teórica", que la dinámica social muestra ese conflicto con similar o mayor
encarnizamiento que antes.
La historia no está escrita; hay que
seguir escribiéndola.
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Tomado de: https://www.alainet.org/
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