¿Qué EEUU vuelve con Biden?
¿Echaremos de menos a Donald Trump? Me temo que sí.
Por lo pronto, el “contra Trump vivíamos mejor” empieza a definir bien lo que pasa.
Algunos supimos desde el principio que la belicista era Hillary Clinton y que el anterior presidente era otra cosa.
Distinguíamos entre los efectos internos y externos de lo que sería su mandato.
Se trataba de un repliegue proteccionista para definir una nueva estrategia ante una decadencia que parecía imparable y asegurar una hegemonía que era cuestionada en sus fundamentos.
Como suele suceder con los populistas de derecha (el populismo es parte constitutiva del sistema político de los EE.UU.) una cosa son las declaraciones y otra las políticas que efectivamente se realizan.
Como escribí en su momento, me sorprendió en las últimas elecciones la fuerza y la consistencia del voto a favor de Trump.
Se ha repetido hasta la saciedad que Biden ha sido el presidente más votado en la historia norteamericana; el segundo, el candidato republicano que tuvo enfrente, no se debe olvidar, una poderosísima coalición encabezada por los grandes medios de comunicación y una parte consistente del establecimiento económico-corporativo.
El presidente saliente hizo mucho para perder: amenazó demasiado, gestionó mal la maquinaria del gobierno, maltrató a los aliados y, lo peor, subestimó hasta la estupidez la pandemia y sus consecuencias sociales.
Aún así, hubo una votación especialmente significativa, una militancia movilizada y una propuesta sólidamente insertada en la sociedad. Trump no será flor de un día.
La política exterior de los EEUU es clara desde la disolución del Pacto de Varsovia y la desintegración de la URSS: impedir el surgimiento de una potencia que pueda cuestionar su hegemonía.
Aquí no hay diferencias entre Trump y Biden; la divergencia tiene que ver con la estrategia y con el factor tiempo, mejor dicho, con el uso de los tiempos.
El ex presidente nunca definió con rigor su propuesta geopolítica: señaló con precisión al enemigo existencial (China); exigió de los aliados un alineamiento sin condiciones, aceleró el rearme y puso en cuestión unos organismos multilaterales que ya no eran funcionales.
Su gran error fue Rusia: no fue capaz establecer políticas que propiciaran unas relaciones más equilibradas con Occidente y más autónomas de China.
La razón última tiene mucho que ver con la presión de los demócratas, la posición cerrada de la OTAN/UE y el grupo de los países de la “nueva vieja Europa” nucleados por los países del grupo de Visegrado.
Hay un dato a no olvidar, a pesar de su brutalidad, tonos autoritarios y lenguaje belicista, Donald Trump es el único presidente de los EEUU en los últimos cuarenta años que no ha metido a su país en una nueva guerra.
Biden ha sido recibido como un salvador, campeón de la democracia y del multilateralismo.
La expresión de moda es “EEUU está de vuelta”.
También aquí convendría hilar fino y no dejarse ganar por la propaganda.
Antes ya se dijo, la posición del nuevo presidente es diáfana: se opondrá con todas las armas disponibles a la hegemonía de China en el hemisferio oriental; insisto, con todas las armas, incluida la guerra económica, tecnológica, cibernética y la militar más o menos híbrida o directa.
La llamada “trampa” de Tucídides retorna porque nunca se fue del todo.
Graham Allison le dedicó una excelente monografía, que, dicho sea de paso, andan estudiando los dirigentes chinos para elucidar si es posible gobernar la presente “gran transición geopolítica” para que no termine en un conflicto nuclear puro y duro.
La historia también retorna como conflicto entre las grandes potencias por el poder, por la hegemonía y, en este caso, por el mantenimiento de un marco institucional internacional que está siendo cuestionado por China, Rusia y, derivadamente, por un conjunto de países que ya no se sienten representado por él y exigen cambios profundos.
Las relaciones internacionales y la geopolítica tienen estas cosas.
El declive de una superpotencia siempre está determinado por el surgimiento de un Estado o conjuntos de Estados que la desafían y la llevan a una crisis existencial.
La dialéctica amigo/enemigo tiene aquí su territorio más preciso y singular.
Este es el dato más característico de nuestra época.
Sería bueno interiorizarlo para no caer víctima de la de la propaganda o de maniobras orquestales que terminan confundiendo la lucha `por los derechos humanos con la defensa de los intereses de la gran potencia de turno.
La estrategia Biden es a largo plazo, multidimensional, de desgaste y contención.
Lo más definitorio es que la nueva administración sabe que no puede ganar sola esta guerra; necesita aliados en un mapa de conflictos que hay que ordenar, coordinar y dirigir.
Es realismo ofensivo en un sentido preciso: impedir, neutralizar, atrasar el despliegue de las potencialidades de China, de su fuerza económica-tecnológica, de sus capacidades militares, de su política de alianzas y, sobre todo, agudizar los conflictos internos hasta convertirlos en crisis de gobernabilidad.
La democracia liberal como alternativa, el libre mercado como medio y la promoción de los derechos humanos al modo norteamericano.
Se ha escrito sobre esto tantas veces y por tan diversos autores que da un poco de melancolía tener que recordarlo.
La anomalía fue Trump; el poder es Biden.
Para decirlo con el título de un libro de un conocido halcón republicano que terminó de asesor de Hillary Clinton: El retorno de la historia y el fin de los sueños.
Lo que escribió Robert Kagan hace quince años lo está defendiendo la nueva administración y repitiéndolo sus portavoces en la Unión Europea.
Es solo el principio.
El nombramiento de Josep Borrell como Alto Representante de la Unión para asuntos exteriores y política de seguridad (toda una denominación) ha dinamizado mucho el empleo de conceptos y el desarrollo de políticas que tienen como finalidad mostrar que la UE camina hacia un tipo de organización muy parecida a un Estado.
Términos como soberanía (económica, comercial, tecnológica, militar), autonomía estratégica, pilar europeo de seguridad y defensa como prioridad, desarrollo de capacidades propias político-militares.
Todo ello en el marco de definición de nuevas herramientas y de nuevas políticas que refuerzan presupuestos militares, aplicación acelerada de las nuevas tecnologías a la industria de la defensa y de la seguridad.
Que no haya debate público en momentos de pandemia y crisis económico-social dice mucho de hasta qué punto las cuestiones europeas están fuera del espacio público y, sería bueno tenerlo en cuenta, el gran consenso que concita entre las clases dirigentes, incluido el gobierno de Pedro Sánchez.
Una parte de los fondos-maná europeos terminarán ahí.
Borrell no se cansa de decir que la “autonomía estratégica europea” no implica ni ruptura con el vínculo trasatlántico, ni mucho menos, con la OTAN.
Es más, reafirma que a mayor autonomía, más unidad estratégica con los EEUU y con la estructura militar común.
La pregunta es pertinente: ¿qué significa la tan nombrada autonomía? Renegociar el papel de socio; ser tenidos en cuenta y ganar, ahora sí, autonomía estratégica.
Hay un dato que no debe obviarse; a saber, que las críticas a Trump tenían que ver con su distanciamiento de la OTAN, con el desprecio a los aliados y con el convencimiento de que, a la hora de la verdad, no sería un aliado fiel, o sea, que no aplicaría el artículo 5º del Tratado.
Marruecos tan cerca y tan lejos.
¿Dónde está el problema principal de la geopolítica del Unión Europea? No definirse sobre la gran cuestión estratégica de las próximas décadas: ¿se está de acuerdo con ir a un mundo multipolar?, ¿se quiere protagonizar como sujeto autónomo esta transición decisiva? Las dos cuestiones son una: tomar una decisión política fundamental en un mundo que cambia aceleradamente. Desde el principio, no confundirse.
Defender el multilateralismo no significa apostar por un mundo multipolar.
Son conceptos claramente diferenciados.
El multilateralismo es un modo de organizar la hegemonía por parte de la potencia dominante, un modo de ordenar las relaciones internacionales, de hacerlas previsibles y reducir la complicidad de un mundo dominado por la anarquía.
La multipolaridad es un proceso de (re)distribución del poder entre grandes potencias que llevan implícito una reordenación jerárquica entre las mismas.
Es decir, conflictos básicos, guerras de alta y baja intensidad, fracturas político-culturales.
Poder como bien cada vez más escaso y en disputa permanente.
La línea de demarcación es muy precisa: EEUU se opone radicalmente a un mundo multipolar.
La gran transición geopolítica que estamos viviendo romperá con las reglas de juego, la correlación de fuerzas y la hegemonía en la que ha basado su dominio.
La verdadera autonomía de la Unión Europea sería colaborar activamente a esta gran transición con el objetivo de asegurar un nuevo orden más justo, democrático y pacífico.
Eso implicaría desconectar de la OTAN, definir nuevas alianzas y reglas adecuadas para una arquitectura mundial inédita.
Temo que este no será el camino.
Tomado de: http://noticiasuruguayas.blogspot.com/
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