Capitalismo –
Mentiras y políticos
profesionales
Por werken rojo
12 julio, 2021
Samuel Farber *
NewPolitics, 28-6-2021
Traducción de Enrique García – Sin
Permiso
Los
políticos profesionales son un fenómeno histórico relativamente reciente y sus
mentiras son en gran medida una respuesta a imperativos sociales estructurales
que no existían en las sociedades pre-capitalistas.
Seguramente
la democracia capitalista liberal no inventó las mentiras políticas.
El
capitalismo tampoco inventó la explotación y la opresión.
Sin
embargo, como en el caso de la explotación y la opresión, las mentiras
políticas adquirieron un nuevo contenido y forma bajo el capitalismo
democrático liberal.
Se
espera que los políticos profesionales mientan; esa ha sido la norma aceptada
en el universo de la política estadounidense.
Los
presidentes, tanto republicanos como demócratas, han mentido de forma natural.
El
presidente demócrata Lyndon Baines Johnson mintió sobre un supuesto incidente
en el Golfo de Tonkin para justificar un aumento dramático de las tropas
estadounidenses en Vietnam.
El
presidente republicano George W. Bush mintió para justificar el ataque militar
y la destrucción de Irak.
Sin
embargo, fue solo con Donald Trump cuando la mentira política comenzó a ser
cuestionada y se convirtió en un problema en sí misma.
Esto
se debió a la desvergonzada y descarada tergiversación de los hechos por parte
de Trump, que llevó la mentira política a niveles previamente impensables,
desde su supuesto talento personal como un inversor capitalista de gran éxito,
hasta grandes mentiras mucho más trascendentes al estilo de Goebbels, como sus
declaraciones repetidas y totalmente sin fundamento de que un fraude masivo
impidió su victoria en las elecciones presidenciales de 2020, una afirmación
que se ha convertido en la piedra angular de la organización de un movimiento
trumpiano después de la derrota de Trump, y una falsa excusa para limitar los
derechos de voto en todo Estados Unidos.
Es
posible que Donald J. Trump no sea realmente, o tal vez aún no se haya
convertido, en un político profesional.
Sin
embargo, su propensión crónica a mentir es una réplica a modo de caricatura de
la antigua tendencia de los políticos profesionales en las democracias
capitalistas a mentir como una característica “normal” de su práctica política cotidiana.
Por
políticos profesionales me refiero a personas que están totalmente dedicadas a
la política como profesión toda la vida.
John
F. Kennedy, por ejemplo, fue un político profesional que, según Richard Reeves
en su President Kennedy: Profile of Power, se definió explícitamente a sí mismo
como tal, tanto que en una ocasión se identificó explícitamente con su enemigo
político declarado, el mariscal Tito, el jefe de la Yugoslavia comunista, como
un colega en la práctica de la profesión que eligió.
Mentir
era algo implícito de la práctica política de Kennedy: como le dijo a Walter
Heller, el presidente del Consejo de Asesores Económicos durante su
presidencia, las palabras siempre se podían explicar.
En el
ámbito internacional, esa explicación estaba respaldada por la conciencia de
Kennedy de que Estados Unidos era uno de los actores más poderosos del
escenario mundial, lo que le permitió sentir que no necesitaba cumplir los
compromisos que había hecho en nombre de Estados Unidos.
La
violación de esos compromisos podía justificarse como meras palabras dirigidas,
por ejemplo, al enemigo comunista, como herramientas oportunas para las
relaciones que deben mantenerse, especialmente con pueblos y países que no
habitaban el mismo universo político y moral que los Estados Unidos
capitalistas democráticos y sus aliados.
Los políticos profesionales y sus
mentiras: su base estructural
En
términos históricos, el desarrollo de los profesionales de la política es un
fenómeno relativamente reciente: Surgió sólo en el siglo XIX, con el desarrollo
de la política de masas, en especial cuando la clase trabajadora y la
movilización y lucha popular impuso la extensión del sufragio a los varones
adultos en los principales países capitalistas, y más tarde a las mujeres
adultas en la primera mitad del siglo XX (con la atroz
excepción, en el caso de Estados Unidos, de las mujeres y los hombres negros).
Los
políticos profesionales que gradualmente llegaron a dominar la política en las
democracias capitalistas fueron, en su mayor parte, quienes -como Max Weber
identificó hace un siglo en su Política como vocación-, vivían “de la política” en lugar de “para
la política”.
Weber
definió dos tipos diferentes de políticos en su tiempo: los notables ricos e
independientes que podían permitirse vivir “para la política”, y los políticos
que vivían “de la política”, que no eran ricos por otras vías y que se volcaban
en la política como una ocupación a tiempo completo y una carrera de por vida
de la que obtener sus principales ingresos.
El
modelo de Weber tendría que modificarse, al menos en el caso de Estados Unidos,
porque un número sustancial de abogados, la mayoría de ellos prósperos, y
millonarios como los Kennedy y los Bush, se convirtieron en políticos
profesionales.
Aun
así, el hecho es que, independientemente de su origen económico y social, la
mayoría de los políticos contemporáneos en los Estados Unidos, como en todas
las democracias capitalistas, han hecho de la política una profesión, en lugar
de una actividad ocasional como en el caso de los notables de Weber.
Eso
incluye también a políticos profesionales provenientes de los partidos
socialdemócratas y comunistas de clase trabajadora, cuyas carreras comenzaron
dentro del aparato organizativo de esos partidos (y sindicatos) antes de que
“saltaran” a los órganos legislativos y administrativos municipales, regionales
y nacionales democrático capitalistas.
La
mentira de estos políticos profesionales está directamente asociada con el
aumento de la competencia por los votos y el apoyo financiero que surge con el
advenimiento de la política de masas.
En el
capitalismo moderno, las implacables presiones de la competencia y la
acumulación de capital están integradas en el funcionamiento cotidiano del
propio sistema.
Esto
hace que la acumulación y expansión del capital sea obligatoria y una
característica cotidiana del funcionamiento de los capitalistas, más que una
opción.
O
compiten, acumulan capital y obtienen ganancias o se hunden.
Algo similar ocurre en el mundo de los
políticos y partidos modernos en los países capitalistas democráticos: no
pueden escapar de las presiones de la competencia electoral y la expansión
política —los partidos buscan obtener más cargos electos— incorporadas al
sistema como fuerzas motrices ineludibles más allá de la voluntad de cualquier
político profesional individual.
En
cualquier caso si quieren seguir siendo jugadores importantes en el juego
político.
El
nivel de competencia electoral se ha intensificado con la expansión histórica
de la alfabetización y, lo que es más importante, con el desarrollo de medios
de comunicación cada vez más poderosos, que no solo juegan un papel fundamental
a la hora de persuadir al electorado, sino más aún en manipularlo, creando así
un universo político suma cero con sus propias reglas de juego, que están muy
lejos de la necesidad de honrar la verdad.
En las
sociedades pre-capitalistas europeas, la política era el ámbito exclusivo de
las élites políticas, muchos de cuyos miembros heredaban por derecho sus cargos
políticos.
Excepto
en el caso de las poderosas y amplias revueltas de esclavos, las revueltas
campesinas y los disturbios urbanos, las masas estaban excluidas como tales de
la política y no jugaban un papel directo en la arena política.
El
príncipe de Niccolò Machiavelli ilustra agudamente esas realidades de la
política pre-capitalista, en la que las masas estaban siempre en un segundo
plano y eran una consideración mayormente irrelevante en la estrategia política
del Príncipe, incluso cuando se trataba, como queda claro hacia el final del
libro, de lograr la unificación de Italia, el tema subyacente en el tratado de
Maquiavelo.
Es
cierto que en el contexto de esa unificación, Maquiavelo sí menciona la
gratitud de las masas con la que se encontrarían los libertadores de Italia
como un factor a considerar por el Príncipe, y en otras partes del texto
advierte al Príncipe de la importancia de mantener satisfecho al “pueblo” y
evitar su odio y desprecio para asegurar su lealtad y evitar que caiga en manos
de un conspirador hostil.
Pero
en general, la “gente” es una preocupación secundaria: son las acciones de los
gobernantes y las relaciones entre las élites políticas las que dan forma a la
dinámica del juego político.
La intriga,
la hipocresía, la mentira, son fundamentales para el juego político del
gobernante del Renacimiento, pero no surgen del sistema extremadamente
competitivo de política de masas que caracteriza a las democracias modernas
capitalistas.
En el
sistema competitivo de la política de masas, la mentira política es
principalmente un producto de características institucionales que son
específicas de las democracias capitalistas.
La
principal de ellas es la separación entre las esferas económica y política.
Los
titulares de cargos electos en los cuerpos legislativo y ejecutivo, y sus
cargos designados en agencias como la Junta de la Reserva Federal, tienen solo
un grado limitado de influencia sobre la conducción de la economía a través de
políticas monetarias, fiscales y de gasto público.
No
dominan esa economía; no controlan la dinámica del sistema capitalista basado
en la competencia, la acumulación y la tasa de ganancia, las fuerzas que dan
forma a las economías capitalistas.
Los
políticos profesionales son conscientes de esa realidad, saben que su poder
sobre la economía es limitado, pero rara vez reconocen públicamente esos
límites (a menos que sean radicales y socialistas que desafían al sistema), ya
que se ven presionados a prometer lo que saben que no pueden cumplir para ganar
en el juego electoral.
Del
mismo modo, también criticarán a sus oponentes por problemas económicos de los
que generalmente solo son responsables hasta cierto punto: JFK y otros
políticos demócratas se referían a la recesión de 1957 como la “recesión de
Eisenhower”, por ejemplo.
O se
atribuirán el mérito de las recuperaciones económicas de las que pueden haber
sido responsables solo hasta cierto punto.
Las
falsas promesas económicas inducidas por la competencia política han surgido no
solo en el contexto de los problemas macroeconómicos, siendo las recesiones y
recuperaciones nacionales el principal ejemplo, sino también en el contexto de
problemas regionales y locales. Un ejemplo muy ilustrativo involucra las
regiones históricamente mineras de carbón en Virginia Occidental.
Lo que
una vez fue un estado predominantemente demócrata con un sindicato de mineros
muy militante y poderoso se convirtió en un estado fuertemente republicano y
conservador debido, en buena medida, al declive masivo y la desaparición de la
minería del carbón, resultado, en su mayor parte, de poderosos fuerzas
económicas como las ventajas competitivas y el predominio del gas en los
últimos años.
Atribuyendo
falsamente el cierre de las minas a las malvadas maquinaciones de ecologistas y
demócratas liberales, el expresidente Donald Trump prometió demagógica y
falsamente reabrirlas, asegurando así el voto de Virginia Occidental para los
republicanos en las elecciones de 2016 y 2020.
Por su
parte, la Administración Biden y los demócratas han ofrecido propuestas
parciales superficiales que los líderes sindicales han descrito como “una mera
manipulación circunstancial del problema real”(Politico, 18 de abril de 2021).
Para
abordar adecuadamente el problema real del desempleo y la pobreza en la región,
sería necesario adoptar medidas, como la preservación de por vida de los
salarios históricos de los mineros, acompañada de un programa integral de
formación para nuevos empleos ambientalmente sanos creados por los gobiernos
estatal y federal, que violarían los principios de la economía de “libre”
mercado capitalista, algo que no pueden permitirse hacer dados los estrechos
vínculos del Partido Demócrata con el capital, incluso de su ala liberal.
Así es
como los políticos demócratas han reforzado la efectividad de las mentiras
demagógicas contadas por personas como Donald Trump con promesas que saben que
no resolverán los problemas de Virginia Occidental incluso si se implementaran.
De
hecho, a menudo parecen preferir perder el estado electoralmente que el apoyo
financiero y electoral mucho más poderoso del capital.
La
competencia política induce a la mentira económica todos los días incluso en
los temas más locales. Hace unos cinco años, uno de los pocos supermercados
económicos que quedaban en mi vecindario en la ciudad de Nueva York cerró
debido a un fuerte aumento en el alquiler —característico de lo que está
sucediendo en el área— que no podía pagar.
En una
manifestación celebrada frente a ese supermercado para protestar por el cierre
anunciado, destacados funcionarios liberales y progresistas de la ciudad de
Nueva York se dirigieron a la multitud prometiendo llevar a cabo gestiones para
evitar el cierre del supermercado.
Quedó
claro que ninguna de las medidas que mencionaron, como por ejemplo llamar a los
dueños del edificio que albergaba el supermercado para convencerlos de bajar o
retrasar el aumento de alquiler, tenía posibilidades de éxito.
Los
cargos electos que hablaban allí lo sabían, pero sin embargo siguieron
proclamando sus promesas falsas e irrelevantes.
Ninguno
de ellos mencionó propuestas que realmente pudieran suponer una diferencia, si
no inmediatamente, si al menos en el futuro como, por ejemplo, establecer un
control de los alquileres comerciales.
La
mención de tal propuesta habría roto políticamente el muro que separa la
economía de la esfera política, limitando así el poder económico del mercado y
la industria inmobiliaria, uno de los grupos de presión más poderosos
políticamente en la ciudad y en el estado.
Para
estos políticos profesionales, romper ese muro habría significado poner en
peligro o incluso destruir su carrera política.
El
hecho de que la representación política se organice en su mayor parte
geográficamente es otra característica estructural de la democracia capitalista
que refuerza la presión para mentir.
Este
tipo de representación tiende a incluir clases y otras formas de heterogeneidad
social, particularmente cuando se trata de áreas geográficas considerables. Uno
de los padres fundadores de EEUU, James Madison, favorecia las unidades
políticas geográficamente grandes argumentando que contendrían un gran número
de facciones que tendrían más probabilidades de equilibrarse políticamente que
en el caso de las repúblicas pequeñas donde, siguiendo su lógica, sería más
probable que una facción emergiera dominante.
Sea
como fuere, la heterogeneidad social del electorado de los políticos
profesionales los presiona estructuralmente para moderar sus pronunciamientos y
mentir diciendo cosas diferentes a los diferentes electores de sus distritos
geográficos para pedir su apoyo en las urnas.
Las
descaradas mentiras y declaraciones escandalosas de Trump se basaron en el
reverso exacto de esa misma moneda: tenían como objetivo en concentrar y apelar
exclusivamente a su base, evitando así la dilución de su política reaccionaria.
Por
eso fue el primer presidente de la historia reciente que nunca obtuvo un índice
de aprobación del cincuenta por ciento en las encuestas de opinión pública.
Al
mismo tiempo, esa fue una de las principales razones por las que su base creyó
en él y no abandonó su apoyo.
La
política de Trump representa una ruptura que refleja una crisis en la
democracia capitalista liberal precisamente por razones como estas.
La
heterogeneidad política no solo incluye diferencias de clase, género y otros
factores sociales.
También
incluye diferentes niveles de conciencia política y compromiso, incluso dentro
de una sola clase y grupo social. La teoría democrática clásica asume una
ciudadanía informada y políticamente activa, que, como sabemos, contrasta
marcadamente con las realidades sobre el terreno de las democracias
capitalistas donde la ignorancia política, la apatía y el cinismo son de hecho
alentados por la vida cotidiana.
Por
eso, en las democracias capitalistas estables, solo un número relativamente
pequeño de personas se politiza en lo que son contextos sociales profundamente
despolitizados.
Es
este nivel heterogéneo de conciencia y compromiso política entre el electorado
el que se convierte en el caldo de cultivo de las mentiras sobre sus propios
curriculum fabricadas por los políticos profesionales, sus partidarios y los
medios de comunicación para construir su carrera.
Un
ejemplo es el mito construido en torno al presidente John F. Kennedy y su
fiscal general y su hermano Robert, como apóstoles de los derechos civiles,
solo superados por el propio Martin Luther King Jr. De hecho, sin embargo,
ambos Kennedy eran, en el mejor de los casos, indiferentes al movimiento de
derechos civiles en el comienzo de sus carreras políticas y lo siguieron siendo
durante un tiempo considerable.
En la
primera parte de su presidencia, John Kennedy nombró jueces abiertamente
racistas para los tribunales federales en el sur.
E
incluso cuando el movimiento por los derechos civiles creció en número y
militancia, la administración Kennedy trató de manipularlo a través de las
presiones y promesas hechas por RFK en su vigoroso pero infructuoso cabildeo
del SNCC (Comité Coordinador Estudiantil No Violento) para detener sus
protestas militantes a cambio de su promesa de que ciertas fundaciones
financiarían sus campañas para el registro de votantes.
Solo
el estallido nacional de las protestas de la población negra, particularmente
en el verano de 1963, obligó a los Kennedy a cambiar de rumbo y prometer
algunas medidas significativas contra la segregación racial.
Eso
fue a lo que se aferraron los Kennedy para canonizarse a sí mismos como
partidarios significativos del movimiento, con el apoyo de los medios de
comunicación y las organizaciones liberales.
Esta
mentira sobre su curriculum, que continúa viva hasta el día de hoy, no solo fue
comprada al por mayor por algunos liberales blancos, sino también por familias
negras (aunque ciertamente no por la gran mayoría de los militantes negros por
los derechos civiles) que colocaban fotografías de JFK justo al lado de las de
Martin Luther King en sus hogares, como si ambos hubieran tenido el mismo
compromiso con los derechos civiles.
Algo
parecido ocurrió con muchos judíos estadounidenses que idolatraron a Franklin
D. Roosevelt, a pesar de que no hizo nada para rescatar y ofrecer asilo a las
víctimas judías del nazismo.
Cuando
Lyndon Baines Johnson (LBJ) se convirtió en presidente después del asesinato de
JFK en noviembre de 1963 se elaboró una mentira similar sobre su pasado.
Durante
la presidencia de LBJ, la revuelta negra aumentó a medida que las
insurrecciones urbanas comenzaron a extenderse después de la explosión de
Harlem en 1964 (que fue seguida de insurrecciones urbanas en Los Ángeles,
Detroit, Newark y Cleveland entre otras ciudades).
El
gran conflicto causado por la explosión de militancia masiva que acompañó al
movimiento de derechos civiles fue lo que acabó obligando a LBJ a apoyar una
reforma legislativa a favor de los derechos civiles y el derecho al voto
verdaderamente significativa en 1964 y 1965.
De
hecho, esta tremenda presión no solo la sintió el presidente Johnson sino
también Everett Dirksen, líder de la minoría republicana en el Senado, que
accedió a sumarse a los senadores demócratas del norte y del oeste para para
superar el obstruccionismo de los demócratas del sur que bloqueaba el proyecto
de ley de derechos civiles de 1964.
Una
vez más, los liberales blancos y muchos negros asumieron la mentira de que LBJ
era partidario de la igualdad negra que propagaban los medios de comunicación e
incluso algunas organizaciones negras.
Lo que
no se dijo fue que pocos años antes de convertirse en presidente, siendo líder
de la mayoría demócrata en el Senado de 1957 a 1961, LBJ había saboteado la
causa de los derechos civiles.
Para
Robert A. Caro, en su Lyndon Johnson: Master of the Senate, la característica
principal de la actividad política de LBJ durante esos años fueron sus
denodados esfuerzos para convertirse en presidente de los Estados Unidos
cultivando el apoyo tanto del bloque de senadores demócratas del sur que
estaban fuertemente comprometidos con la defensa de Jim Crow y el racismo, como
de los liberales del norte, que trataban de aprobar la legislación en defensa
de los derechos civiles a pesar de los repetidos obstáculos y el filibusterismo
de sus contrapartes del sur.
El LBJ
que emerge del relato de Caro es un camaleón político dispuesto a mentir y
decir lo que los senadores de ambos lados querían escuchar mientras manipulaba
despiadadamente la situación para aumentar su poder político personal.
Aunque
en los años sesenta se presentase a sí mismo como el hombre responsable de la
legislación de los derechos civiles, el hecho es que apenas unos años antes
había desempeñado un papel esencial a la hora de diluir el proyecto de ley de
derechos civiles de 1957 para que fuera aceptable a los senadores racistas
demócratas del sur.
Una
vez más, la fuerza explosiva y disruptiva del movimiento negro fue lo que años
más tarde obligó a LBJ, al Partido Demócrata e incluso a la minoría republicana
en el Senado a aprobar la Ley de Derechos Civiles de 1964.
¿Quién miente a quién y con qué propósito?
Sería un error deducir de la discusión anterior que mentir en política
es un problema en sí mismo.
Para ser precisos, lo que importa es quién miente, a quién y con qué
propósito.
En este contexto, el acuerdo que JFK alcanzó con Nikita Khrushchev para
poner fin a la crisis del bloqueo a Cuba de octubre de 1962, que amenazaba con
desencadenar una guerra nuclear entre Estados Unidos y la URSS, es muy
ilustrativo.
Una parte central del acuerdo que persuadió a la Unión Soviética a
retirar sus misiles de Cuba fue la promesa del gobierno de Estados Unidos de
retirar sus misiles de Turquía, que para la URSS representaba una gran amenaza
dada su proximidad geográfica.
Ambas partes negociadoras acordaron mantener en secreto esta parte del
acuerdo, que en este contexto era otra forma de mentir sobre el contenido del
acuerdo.
¿Pero de quién querían mantenerlo
en secreto? Ciertamente no de la contraparte comunista del acuerdo, tanto en sus
elementos públicos como secretos.
El objetivo principal del secreto era, de hecho, el pueblo
estadounidense, que en unos días tenía que votar en las elecciones de mitad de
legislatura de noviembre de 1962.
Revelar la concesión hecha por Estados Unidos a la URSS habría socavado
la imagen de líder duro e intransigente del presidente Kennedy con la posible
pérdida de apoyo para los candidatos demócratas que concurrían a las próximas
elecciones.
Así, JFK, con la complicidad de los líderes de la URSS, mintió deliberadamente
al público estadounidense manipulándolo efectivamente con fines electorales, en
lugar de enfrentar directamente el tema políticamente, explicando y
persuadiendo al pueblo estadounidense de las razones de la “concesión” a los soviéticos sobre los misiles
en Turquía.
Eso es lo que hacía importante esta mentira tanto política como
éticamente: la manipulación de los votantes estadounidenses, y también de la
opinión mundial, ocultando parte de la verdad.
De hecho, hay situaciones en las que mentir o no decir la verdad son
imperativos éticos y políticos para personas con convicciones democráticas.
Como negarse a cooperar y, si es necesario, mentir al FBI y otras
agencias de inteligencia gubernamentales sobre las actividades de quienes se
limitan a ejercer su derecho democrático a la oposición política y la
disidencia, o de personas como los musulmanes en los EEUU cuando ejercen su
derecho a la libertad religiosa.
Esto
es aún más cierto en el caso de aquellas personas que viven bajo una dictadura,
especialmente en sistemas políticos como el fascismo, el estalinismo y la variedad de
regímenes políticos antidemocráticos que este último generó en países como
China, Cuba y Vietnam.
Nota:
Concepto o visión personal del Autor del Artículo; No estando yo de
acuerdo pero respeto su visión, no haciéndole
ningún cambio al texto, pero si doy esta mi opinión.
Sin embargo, en esos países y sistemas, las mentiras de los líderes
profesionales del partido son una respuesta a imperativos estructurales que
difieren significativamente de los de los países capitalistas democráticos
liberales.
La mentira política sistémica en las democracias capitalistas, que es el
tema de este artículo, solo ayuda a mantener el statu quo político y a
consolidar la ideología dominante fomentando la impotencia y la creencia
generalizada de que no hay alternativa.
Contribuye al cinismo popular y la apatía que a menudo se extiende desde
la sospecha justificada de los políticos profesionales capitalistas hasta los
políticos que están tratando de promover una agenda política radical.
El cinismo y la apatía populares a menudo no logran distinguir entre
diferentes tipos de mensajes políticos y sus mensajeros.
La mentira política sistemática constituye un serio obstáculo para
alcanzar el mayor conocimiento objetivo y veraz posible de las relaciones
políticas y económicas en la sociedad.
La competencia capitalista y la división del trabajo conducen a una
visión extremadamente fragmentada de la realidad social que oscurece esas
relaciones.
Esto es particularmente cierto en relación a la tendencia perenne de
culpar a los grupos minoritarios raciales y étnicos, así como a los
inmigrantes, en lugar de al impacto sistémico del capitalismo por los muchos
problemas a que se enfrentan los trabajadores.
Georg Lukacs argumentó en su clásico libro Historia y conciencia
de clase, que “dado que la burguesía tiene la ventaja intelectual, organizativa
y de cualquier otra índole, la superioridad del proletariado debe residir
exclusivamente en su capacidad de ver la sociedad desde el centro, como un todo
coherente” (69), lo que le lleva a concluir que el destino de la revolución
dependerá de que la clase trabajadora sea capaz de lograr un conocimiento de la
sociedad que ponga al descubierto su naturaleza.
Para Lukacs, esta comprensión no se basa en un proceso de educación
académica aislada y cosificada, sino en un proceso de lucha activa que conduzca
a una fusión de teoría y práctica.
Inevitablemente, habrá sectores más avanzados entre la clase obrera y
sus aliados populares que tendrán una comprensión más completa de la realidad
social y política, y la mejor estrategia y táctica posible para enfrentarse a
ella.
Sin embargo, la brecha entre los sectores más y menos conscientes de la
clase trabajadora puede reducir la participación y el control de toda la clase
trabajadora y amenazar la posibilidad de una transición democrática
posrevolucionaria, un tema que los revolucionarios pueden no haber considerado
suficientemente.
Por eso es fundamental exigir la máxima transparencia de las políticas y
acciones de la dirección política revolucionaria, y la total libertad de
discusión y toma de decisiones en todos los asuntos públicos indispensables
para el control democrático desde abajo.
* Samuel Farber nació en Marianao,
Cuba. Profesor emérito de Ciencia Política en el Brooklyn College, New York.
Entre otros muchos libros, recientemente ha publicado The Politics of Che
Guevara (Haymarket Books, 2016) y una nueva edición del fundamental libro
Before Stalinism. The Rise and Fall of Soviet Democracy (Verso, 1990, 2018).
Tomado
de: https://werkenrojo.cl/
Y
Publicado en: http://victorianoysocialista.blogspot.com,
En: Twtter@victorianoysocialista
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En Fecebook: adolfo Leon libertad
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