Colombia: “No cesó la horrible noche.
Posted: 09 May 2021
por Marcelo Colussi El título de este escrito, tomado de alguna de las
numerosas pancartas surgidas en la lucha, refleja lo que es la situación actual
del país. La represión histórica que se sufre, de las peores
en el continente americano, alcanzó un pico máximo en estos días, con una
cantidad aún imprecisa de muertos y heridos. El motivo: un entrecruzamiento de causas donde lo
principal es la estructura misma de la nación, dada por una pequeña oligarquía dominante con enormes masas paupérrimas que,
cuando intentan alzar la voz, solo reciben palo. A lo que se suma la presencia imperialista de Estados Unidos, que ha tomado el territorio colombiano como una base militar propia con la que puede controlar buena parte de Latinoamérica.
Como anticipamos, una sumatoria de causas explica
esa dinámica; por un lado, la pobreza crónica y estructural (19.6% de la
población, según datos del Departamento Administrativo
Nacional de Estadística -Dane-, 2019), que excluye a amplios sectores,
fundamentalmente rurales, lo que crea un clima de inestabilidad permanente. A ello se suma la presencia de una importante narcoactividad (2% del PBI,
según datos de la Unidad de Información y Análisis Financiero -UIAF-), también
en áreas rurales, donde igualmente se da la presencia histórica de movimientos
revolucionarios de acción armada (llegó a haber tres para los años 90 del
pasado siglo), perseguidos ferozmente por las estrategias contrainsurgentes del
Estado. De hecho, Colombia presenta la guerra civil más
prolongada de todo el continente, cuyos orígenes se remontan a la década del 50 del
pasado siglo. Las consecuencias de todo esto fueron fatales;
además de las cuantiosas pérdidas materiales, ese prolongado conflicto ocasionó
cerca de un cuarto de millón de muertos, incalculables heridos, 70,000 desaparecidos,
numerosas violaciones sexuales de mujeres y más de cinco millones de desplazados internos (primer país
en el mundo en cantidad de esos desplazamientos por causas bélicas, según datos
del ACNUR), sin contar con las secuelas psicológicas y sociológicas de ese
clima de violencia perpetuo, y la apología de la misma como prácticamente único
modo de relacionamiento entre grupos diversos. ¿Por
qué se ha prolongado tanto este conflicto? ¿Qué hace que, mientras en otras latitudes las
guerras pasan, se encuentran salidas negociadas, se ponen en marcha procesos de
pacificación, en Colombia pareciera perpetuarse indefinidamente sin dar miras
de poder entablarse negociaciones firmes que terminen de una vez el problema? Evidentemente,
hay poderosos intereses en juego para que todo ello se perpetúe. El negocio de la violencia es muy redituable para
ciertos grupos. Si bien ha habido numerosos intentos de pacificar
el país en estos últimos años con cuantiosos compromisos contraídos, luego no
cumplidos, y recientemente se firmaron importantes acuerdos entre el gobierno y
el principal grupo revolucionario alzado en armas, la paz no termina de llegar nunca. El clima bélico en que se ha venido moviendo la
sociedad colombiana durante tan largos años es sumamente complejo por presentar numerosos y tan
diversos componentes: movimientos
revolucionarios de vía armada, carteles
de la droga y narcoactividad, grupos paramilitares, Estado armado hasta los dientes,
presencia de fuerzas armadas, de inteligencia y contrainsurgencia
extranjeras directamente comprometidas en esa “guerra sucia” de
mediana y baja intensidad selectiva (como
es la estrategia de Washington), incluso con varios destacamentos fijos (siete en
este momento: Palanquero, Apiay, Malambo, Cartagena, Tolemaida, Larandia y
Bahía Málaga) y dotados de alta tecnología militar. Oficialmente
son estas siete las bases estadounidenses en territorio colombiano -aunque se
habla también de acuerdos secretos que abre las puertas a otras operaciones-, por lo que más de algún analista compara la
situación del país caribeño con el papel que juega Israel, aliado de la política de la Casa
Blanca, en el Medio Oriente. Es decir: el
gendarme super armado de la región. No olvidar que Colombia tiene una posición estratégica al lado de Venezuela, que
atesora las reservas de petróleo más grandes del mundo, más otros importantes
recursos minerales (oro, hierro, coltán, tierras raras), todo lo cual es
codiciado
por la geoestrategia de Washington. El enfrentamiento bélico se ha dado, básicamente,
entre el Estado, la
presencia militar estadounidense, y en algunos casos los paramilitares como sus aliados, contra los movimientos
revolucionarios (de los tres que llegó a haber años atrás, queda operativo hoy
solo uno, más algunos elementos de otro que se rearmó parcialmente). De igual
modo, el Estado
colombiano, con la colaboración de Washington, ataca la narcoactividad,
en buena media destruyendo sembradíos en zonas rurales por medio de
fumigaciones aéreas. Lo curioso es
que ese “combate al narcotráfico” nunca termina de dar resultados, y la
producción de cocaína no cesa. No está de más recordar
que a Estados Unidos llega una tonelada y media de drogas ilegales cada día, en buena medida cocaína colombiana. Ese supuesto “combate”
que
se da en tierra sudamericana, por lo tanto, abre suspicacias. ¿Realmente se lo combate? El “Plan para la Paz y el Fortalecimiento del
Estado”, más conocido como “Plan
Colombia”, luego rebautizado “Plan Patriota” y finalmente “Plan
Consolidación”, destinado a combatir la narcoactividad, pero con la agenda
oculta de atacar a las guerrillas revolucionarias, implicó una erogación de
USD. 20,000 millones por parte del erario colombiano, cobrado por las empresas
que suministraron todo el equipo bélico y capacitación militar, todas de origen
estadounidense. Lo curioso es que, pese a esa monumental inversión
y despliegue de fuerzas militares, supuestamente para combatir la
narcoactividad, la
producción de hoja de coca no bajó y la fabricación de cocaína y otras drogas
se mantuvo o se movió a otros países de Latinoamérica y el Caribe. Definitivamente hay ahí una sumatoria de elementos
complejos e interrelacionados que hacen de Colombia
una mezcla explosiva y que, según algunas estimaciones, lo colocan como el país más violento de Latinoamérica y
uno de los más violentos del mundo donde pareciera que nadie desea
terminar la guerra (porque para ciertos sectores trae cuantiosos réditos). De hecho, a través de los últimos años ha habido
numerosas negociaciones en búsqueda de la paz, y muchos de los actores
involucrados en esa violencia han ido modificando posiciones. Por lo pronto, dos de los grupos guerrilleros
históricos involucrados en esa larga contienda silenciaron sus armas: el
Movimiento 19 de Abril -M 19-, desmovilizado en marzo de 1990, y las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC-, desmovilizadas según Acuerdos de
Paz con el gobierno en el 2016. Pero pese a ello, la violencia no se
extingue -continuó la muerte de desmovilizados de las FARC-, lo que llevó a que grupos puntuales
de esta organización guerrillera se alzaran en armas nuevamente en el
transcurso del 2019, quizá sin constituir una real amenaza militar, pero con
hondo significado político, distanciándose de sus cúpulas de dirección nacional
a las que acusan de “traidoras”. Se podría decir también que el movimiento paramilitar -de
ultraderecha, participante también en la guerra interna-
sumamente activo años atrás, agrupado en la Autodefensas Unidas de Colombia, se
sumó a la desmovilización en el año 2003. E igualmente poderosos carteles del narcotráfico
fueron diezmados por las fuerzas gubernamentales en operaciones conjuntas con la DEA, CIA y tropas especiales de
Estados Unidos, a lo largo de los últimos años. De todos
modos, pese a esas diversas operaciones de pacificación, de desmovilización de
fuerzas combatientes y de grupos armados de acción violenta, Colombia nunca ha
vivido en paz. La
represión de toda disidencia política ha marcado a sangre y fuego la historia
del país, y hoy la sigue marcando. Esa
es la nación de todo el continente americano donde más líderes comunitarios,
políticos de izquierda, dirigentes campesinos, periodistas que denuncian
injusticias y estudiantes movilizados han muerto en estas últimas décadas. Como
bien dice Hernando Calvo Ospina: “Desde crematorios hasta criaderos de cocodrilos han sido creados para
desaparecer a dirigentes comunitarios. No hay otro país en el mundo donde se hayan
encontrado fosas comunes con más de 2000 personas cada una: ni los nazis lo
lograron. Los grupos paramilitares hacen parte del
régimen colombiano desde
hace seis décadas. Perfeccionados por especialistas israelíes,
ingleses y estadounidenses en
los años ochenta del siglo pasado, fueron y siguen siendo financiados con
dinero del narcotráfico. Ellos se encargan de hacer el «trabajo sucio»
del ejército y de «limpiar» las zonas campesinas de posibles opositores a las
transnacionales y terratenientes, que se apoderan de los inmensos recursos
estratégicos”. En cualquier parte del mundo decir “Colombia” es decir
muerte y represión. Al mismo tiempo, no puede dejarse de mencionar como
elemento sumamente explosivo -que, en realidad, está en la base de toda aquella
violencia-, la gran polarización económico-social que se da en el país, la cual
se extendió aún más desde los ‘80 del pasado siglo, con las impuestas políticas
neoliberales de los organismos de Bretton Woods (FMI y BM), y particularmente
desde 1991 con las reformas constitucionales que permitieron profundizar las
mismas. Según datos de Naciones Unidas, Colombia presenta una enorme disparidad en ese ámbito -uno de los países más desiguales del mundo- con un acaparamiento de tierras enorme en manos de una ínfima oligarquía terrateniente, y una gran masa de campesinos empobrecidos. Según el Informe de Oxfam “Radiografía de la
Desigualdad”, 2020, basado en datos del Censo Nacional Agropecuario, el 1% de
propietarios posee el 81% de las tierras. Mujeres solo presentan el 26% de la
titularidad. De acuerdo con referido documento “Un millón de hogares campesinos vive en
menos espacio del que tiene una vaca para pastar.” Esa masa
campesina encontró en el cultivo de plantas de coca -comprada por los carteles
del narcotráfico para la elaboración de cocaína, en buena medida con destino a
Estados Unidos- una
forma de sobrevivencia que la aleja de la pobreza extrema,
pero sujetándola a circuitos que le terminan creando más problemas, en
definitiva. Para cierta visión punitiva del combate a las
drogas -que es la que impulsan los distintos gobiernos del país en consonancia
con lo estipulado por el gobierno federal de Estados
Unidos-, el eslabón del pequeño productor de la materia
prima es el más golpeado. De ahí la continua quema, fumigación de sembradíos,
criminalización y castigo por actividades ilegales, que terminan arruinando,
separando y estigmatizando a esas familias campesinas, que nunca salen de
pobres pese a participar en este acaudalado negocio (un campesino cobra un
centavo de dólar por cada gramo de hoja de coca, mientras que ese gramo
procesado, ya como cocaína, se vende en las ciudades estadounidenses hasta a
200 dólares). Esa histórica polarización económica colombiana
entre acaudalados y empobrecidos se vio acrecentada desde fines de los años ‘80
del pasado siglo con la implementación de las políticas neoliberales que
dominaron todo el panorama latinoamericano y caribeño. Todos
los mandatarios colombianos, fieles a los dictados de los organismos
crediticios de Bretton Woods (que no son sino los operadores de la gran banca
privada global, estadounidense en mayor medida), siguieron implementando a la
letra las recetas de ajuste estructural, lo cual empobreció más a los sectores
históricamente empobrecidos, concentrando
la riqueza en una oligarquía hiper rica. En el medio de la fiebre antineoliberal que barrió
Latinoamérica hacia fines del año 2019, también la población colombiana
reaccionó. Fue así que se asistió al despertar de espontáneas
protestas populares. El presidente Iván Duque, de derecha, acérrimo
defensor de los planes neoliberales y estrecho aliado del gobierno de Donald
Trump, fue duramente cuestionado. En realidad, el actual presidente colombiano, sin
con esto quitarle la más mínima responsabilidad, no hizo sino continuar las
prácticas privatistas que vienen dándose desde los ‘90 del pasado siglo,
forzadas por la banca internacional, en detrimento de las grandes mayorías. En otros términos: se continuó, igual que todos los
presidentes anteriores, con las privatizaciones en el sector energético
(petróleo y minería), en las comunicaciones y en los servicios financieros. Al mismo tiempo, continuaron
las políticas de impuestos regresivos, beneficiando así a los grandes
propietarios colombianos, y se profundizó la reducción de la inversión
pública en áreas básicas (salud y educación). Todo ello aumentó la histórica
pobreza urbana y profundizó la rural provocando un descontento creciente que
estaba a punto de estallar en cualquier momento. Y finalmente, estalló. Entre fines de octubre e inicios de noviembre del
año 2019, más de un millón de personas se movilizaron en las principales
ciudades del país (Bogotá, Cali, Barranquilla, Bucaramanga, Cúcuta) exigiendo
el fin de las medidas neoliberales. La respuesta del gobierno fue, al igual que en los
otros países de la región que estallaron al mismo tiempo (Chile, Ecuador,
Honduras, Haití), exactamente la misma: vigilancia,
confrontación y represión. De ese modo, se registraron tres muertos, 250
heridos y cientos de arrestos. Las protestas, conocidas como “Paro Nacional”, se
prolongaron hasta el inicio del 2020. Como consecuencia de esa movilización popular, se
conformó un Comité de Paro, integrado por distintas organizaciones sociales, que
nuclea una pluralidad de sectores del campo popular, el cual entregó a fines
del año 2019 una lista de demandas al gobierno del presidente Duque. El pliego de peticiones incluye un amplio listado
que toca puntos sobre la política económica y social llevadas adelante por el
gobierno, el cumplimiento de acuerdos suscritos con los movimientos
estudiantil, campesino y sindical, con los pueblos indígenas y afrocolombianos
en medio de las movilizaciones, la revisión de la política de seguridad
vigente, de derechos humanos y lo concerniente a los asesinatos sistemáticos de
lideresas y líderes sociales así como de excombatientes de las FARC, temáticas ligadas a la reforma
política y electoral, normas y medidas para luchar contra la corrupción y el
pedido de profundizar el diálogo de paz con la única fuerza guerrillera ahora
vigente, el Ejército de Liberación Nacional -ELN-. Para el año 2020, dándole seguimiento a ese pedido,
se tenían previstas distintas manifestaciones exigiendo el cumplimiento de lo
solicitado, con diversas convocatorias para el transcurso de los primeros meses
del año (abril y mayo). La aparición de la pandemia de COVID-19 vino a
alterar todo ello; los obligados confinamientos, que se dieron por igual en
todos los países del mundo, enfriaron ese clima de protestas. O, en todo caso, lo aplacaron temporalmente. El mar de fondo, el malestar social, la pobreza crónica y la represión furiosa continuaron. Justamente la prolongada pandemia y el manejo que
de ella hizo el gobierno pusieron más en evidencia las injusticias
estructurales que siguen presentes en la historia colombiana. El
sistema público de salud, colapsado por las privatistas políticas neoliberales de estos últimos años, no estuvo a la
altura de las circunstancias. Como siempre, la cadena se corta por el eslabón
más débil: fueron los sectores populares, eternamente empobrecidos y excluidos,
quienes más sufrieron la pandemia. Si bien la crisis sanitaria vació temporalmente las
calles de manifestantes, no terminó con la exclusión y pobreza de las grandes
masas populares. Pero pese al distanciamiento social obligado y a
las restricciones de movilidad, siguió habiendo organización popular. De hecho, el movimiento campesino siguió en pie de
lucha, como hace décadas que lo está haciendo. Para octubre de 2020, en plena pandemia aún, 15
organizaciones indígenas, campesinas y afrodescendientes buscaron reactivar la
movilización social y el diálogo con el gobierno. Intentaron
abordar cuatro temas candentes: 1) el incumplimiento de los acuerdos pactados
en el 2019 entre la administración de Iván Duque y las organizaciones sociales,
2) la
continuidad de la violencia política en el país, con muy altas cifras de
asesinatos de líderes y lideresas sociales, 3) el
cumplimiento de los acuerdos de paz de 2016 cuando la desmovilización de las
FARC, y 4) la
búsqueda de caminos para terminar con la criminalización de la protesta social. Una
vez más, el gobierno se ausentó del diálogo, mostrando para qué proyecto
trabaja efectivamente. El año 2020 terminó en medio de la crisis producida
por el coronavirus y por la paralización económica. Sin que se buscara directamente por el gobierno y
la derecha dominante, la protesta popular del 2019 se desarticuló, como
consecuencia natural de los confinamientos. Aunque no terminó. El malestar siguió absolutamente presente. La paralización de la economía -que para algunos
economistas es una expresión de una crisis global del capitalismo anterior a la
pandemia, y que se potenció con la misma- afectó más aún a los ya
históricamente afectados de siempre: el pueblo trabajador (urbano o rural,
asalariado, sub-asalariado, ama de casa, desocupado). Para paliar en parte esa crisis, este año 2021 el 5
de abril el gobierno del presidente Duque propuso un paquetazo de impuestos,
tendiente a recaudar 23 billones de pesos colombianos adicionales al
presupuesto ordinario (alrededor de 6,300 millones de dólares). Como siempre
también, el peso de esta reforma tributaria -presentada disfrazadamente como
“Ley de solidaridad sostenible”- caería en los más empobrecidos y desamparados. La reacción popular no se hizo esperar. La población salió a manifestar, harta ya de tanto golpe, de tanta injusticia y represión. 72,000
muertes debidas a la pandemia de COVID-19, más el inaudito retraso en el
proceso de vacunación, aunada a una cólera histórica que se mantiene por la
miseria generalizada y la sangrienta represión de las protestas como algo ya
normalizado, encendieron la movilización popular. Se podría decir “espontánea”, dado que ningún grupo político en
especial la llamó; pero en cierto sentido no es espontánea: la sumatoria de
todos los factores apuntados la produjeron, tiene historia, tiene profundas
causas. Muchas ciudades, principales y secundarias, se
vieron movilizadas, y una vez más, como pasó en el 2019 -no solo en Colombia
sino en varios países latinoamericanos y del mundo- la gente dijo “no”
al
empobrecimiento creciente. Una vez más
también, como parece ser ya la norma, el gobierno reprimió ferozmente. Para el caso, con policía y ejército, utilizando tanques de guerra y armas de alto calibre con munición real. Los medios
de comunicación corporativos presentan tergiversadamente la situación. Iván
Duque trató a los manifestantes de “vándalos
y terroristas”. En un acto de soberbia asesina -con asesoramiento
de estrategas de Washington- el gobierno reprimió en forma brutal. Al momento de escribirse estas líneas no está claro
el número de víctimas. Todo indica, sin embargo, que son varias decenas de
muertos y cientos de heridos. El presidente Duque tuvo que dar marcha atrás con la reforma tributaria, renunciando el Ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla. De todos modos, las protestas continúan. La OEA, “ministerio
de colonias de Washington” con su
impresentable títere Luis Almagro a la cabeza, no ha dicho una palabra sobre el
asunto. No está claro aun cómo seguirá el conflicto. La ira histórica que acumula la población ha
estallado una vez más. Ello muestra el empantamiento del sistema
capitalista que, aunque quisiera, no puede ofrecer salidas a su modelo
estructuralmente explotador. Pero a esa situación de injusticia histórica se
suman las políticas neoliberales de estas últimas décadas, y más aún, la crisis
desatada por el COVID-19, todo lo cual tensó mucho más las cosas. Hay un generalizado clamor popular que pide
cambios. La cuestión es que la represión furiosa que se ha
sufrido en Colombia, así como el estado de desmovilización ideológica a que nos
ha llevado el fin de la Guerra Fría, no permite tener proyectos alternativos
claros, ideas revolucionarias que realmente se puedan viabilizar en este
momento. Ello habla de la falta de dirección política en las izquierdas, no solo en este país, sino como déficit global. No puede afirmarse categóricamente que la
movilización actual de Colombia sea el camino, porque
una explosión popular sin proyecto se agota.
Pero esto muestra que la revolución socialista, en tanto proyecto de superación del capitalismo, ahí sigue esperando. |
Tomado de: http://utopiarossa.blogspot.com/
Y Publicado en: http://victorianoysocialista.blogspot.com,
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