Campaña de Carabobo
La horda de saqueadores harapientos
Ninguna descripción será suficiente para medir con exactitud la devastación de la sociedad y de los seres que lograron fundar la República. Este es un intento más, o una compilación de varios intentos anteriores.
Así describía Rafael Urdaneta a los guerreros que llamamos genéricamente “los Libertadores”, y que, por cierto, no se parecen a esas imágenes pulcras y radiantes de los monumentos y estampas que nos vendieron desde la escuela:
“El ejército estaba tan desnudo que los soldados tenían que hacer uso (…) de los cueros de las reses que se mataban, para cubrirse de las fuertes lluvias y de la estación, agujereándolos y pasándoselos por la cabeza…”.
El legionario inglés G. Hippisley, participante de aquellas coñazas, aporta su propio retrato:
“…los hay sin botas, zapatos, ni más ropa que la cobija que es el necesario complemento de la indumentaria. Todos usan calzones o algo en forma de pantalones o calzoncillos flojos (…). Muchos de los hombres de Páez están vestidos con los despojos de sus enemigos y así, vense (se ven) hombres con cascos ornados de cobre y metal plateado, grandes sables con puños de plata…”.
El querido y muy recordado (¡!) Francisco de Paula Santander contaba sobre los guerrilleros del llano colombo-venezolano:
“El reclutamiento se hacía siempre general, de toda persona capaz de tomar un arma; nadie estaba exceptuado.
Así que en los combates del Yagual y Mucuritas tenían su lanza los abogados, los eclesiásticos y toda persona que podía usarla.
Hasta el año 1818 todos estaban forzados a vivir y marchar reunidos: militares y emigrados, hombres, mujeres, viejos y niños, todos se alimentaban de una misma manera, con carne asada y sin sal, y todos iban descalzos”.
Wavel (o Vowell, a este inglés lo nombran de manera distinta) dice de los restos del ejército patriota que perdió la segunda batalla de La Puerta, con Bolívar al mando:
“…los más no tenían vestimenta militar sino capotes o mantas raídos y aun telas como de alfombra, con que se abrigaban, después de haber practicado previamente un agujero por el que sacaban la cabeza (esto es lo que los llaneros llamaban y llaman todavía cobija, pero el legionario británico no lo sabía).
Había también bastantes en un estado de desnudez casi absoluto (…).
El parque de artillería y el bagaje estaban confiados a la custodia de algunos indios, armados de arcos y flechas.
Pero estos indios pertenecían a una tribu tímida, inofensiva, en modo alguno acostumbrada al ruido de la mosquetería…”.
Otro legionario, de apellido Hackett, completa el cuadro:
“A causa de la prolongada duración de la guerra y por el principio de exterminio que en ella predominaba, el país en general presentaba una escena uniforme de devastación y de miseria.
Las tropas independientes estaban reducidas a un estado de la mayor pobreza, en absoluto carentes de disciplina y ni siquiera una cuarta parte de ellas iba provista de las armas necesarias (…).
De ropa, en la mayor parte de los casos, un pedazo de lienzo tosco que envolvía el cuerpo, y en trozos de piel de búfalo amarrados a los pies como un sustituto de calzado y la cual se endurecía por el calor del sol; le devolvían la flexibilidad por inmersión en la primera corriente de agua que hallaban a su paso”.
Páez se jacta así de haber captado y comandado a personas en semejante estado de destrucción:
“Bolívar se admiraba, no tanto de que hubiera formado ese ejército, sino de que hubiese logrado conservarlo en buen estado y disciplina; pues en su mayor parte se componía de los mismos individuos que a las órdenes de Yáñez y Boves habían sido el azote de los patriotas (…).
Yo logré atraérmelos; conseguí que sufrieran, contentos y sumisos, todas las miserias, molestias y escasez de la guerra, inspirándoles al mismo tiempo amor a la gloria, respeto a las vidas y propiedades y veneración al nombre de la patria…”.
Sobre cómo esas privaciones y ese no tener nada con qué hacer la guerra (solamente la bravura, la misión histórica y un liderazgo) hace Miguel Acosta Saignes un formidable ejercicio de análisis histórico, filosófico y práctico.
Primero cita a Marx (y vaya, que el análisis nos viene al pelo para navegar en este preciso momento):
“Es una noción tradicional la de que en ciertos períodos se ha vivido únicamente del pillaje.
Pero para saquear es necesario que haya algo que saquear.
Y el tipo de pillaje está determinado también por el modo de producción.
Una nación de especuladores de bolsa no puede ser saqueada de la misma manera que una nación de vaqueros”.
Para luego presentar, como un dato que comprueba cierta ley de la guerra y de la historia, la explicación sobre qué era lo que movía a aquellos seres, incluidos sus generales:
“Como los ejércitos españoles estaban bien provistos (…) se convertían en representantes, en el llano, de otros tipos de producción y en objeto de pillaje, aceptado por los jefes patriotas como Páez, porque no existía paga de los soldados ni otro modo de recompensarlos, sino permitiéndoles la obtención del botín posible…”.
Tal cual el “método” de Boves en 1814: si quieres ropa, armas y alimentos, quítaselos al enemigo.
Un ejército así estimulado se vuelve indestructible, sobre todo cuando en el país no queda nada que saquear y hay que ir por lo que tiene el otro bando: ese al que sí le sobra de todo.
Mamaaando…
La gente que nos dejó en herencia este territorio andaba devastada y andrajosa, y eso incluía, por supuesto, la economía y el país en general.
Como la Colonia, y también los sucesivos “gobiernos” republicanos y realistas que se alternaron en el control de las ciudades y aduanas entre 1810 y 1821, dependían de un único combustible o motor llamado esclavitud, al moverse esta hacia la guerra quedó desactivada la producción.
A casi cero quedó reducida la agricultura y la cría de animales, que se dirigió mayoritariamente hacia los ejércitos en pugna.
Las personas en edad productiva se marchaban a la guerra, porque pelear en algún bando les garantizaba o prometía algo que llamaban “su libertad” (en realidad lo único que les garantizaba era un precario sustento, la gloria o la muerte).
Federico Brito Figueroa aporta el dato que termina de dibujar el escenario de destrucción: “El descenso de las exportaciones coincide con la caída de los precios de los productos agropecuarios exportables.
En 1810, el cacao se cotizaba entre 45 y 50 pesos la fanega; en 1812 a 35 pesos, en 1816 a 25 y en 1818 a 20 y a veces hasta 18 pesos”.
El mismo bajón experimentaron el café, el añil y el algodón.
Este último se vendía a 15 pesos el quintal en 1810, y a 10 en 1820.
Dice Acosta Saignes, citando al propio Bolívar, que “se veía obligado a saquear y desolar el país para mantener nuestros miserables soldados”.
José Roberto Duque/ Equipo de investigación
Tomado de: http://ciudadccs.info/
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