martes, 23 de junio de 2020

Lo fuerte y lo débil en nuestro propio discurso



Vivimos en una época en que los pueblos no sólo creen en lo que dice la tele sino también en lo opuesto si también lo dice la tele. Y eso complica las cosas. Las complica, incluso, más que la pandemia. Hay quienes dicen que los pueblos siempre se tragaron el sable de la manipulación mediática. Tal vez tengan razón. Por caso, a las guerras, a las guerras miserables y ruines, sus víctimas suelen ir pletóricas de fervor patriótico y eso sólo se logra mintiendo duro y parejo a través de los medios.
Por Juan Chaneton*
*jchaneton022@gmail.com
Hoy y por ahora, los medios tienen otra agenda. Una dinámica sistémica que, en el nivel global, produce y reproduce la guerra, la violencia social y la pobreza comienza, también, a exorbitar sus efectos corrosivos sobre el propio sistema institucional que en Occidente se denomina «república democrática».
Así, es la democracia la que comienza a exhibir sus limitaciones en cuanto a la gobernación y gestión de los asuntos públicos: la protesta social no es administrable con demasiadas libertades y el control de esa protesta sólo se vuelve asequible con menos libertades; la riqueza y la pobreza en aumento  -y su epifenómeno, la desigualdad y la brecha social crecientes- no admiten la vigencia material de garantías vinculadas a la privacidad sino que, cada vez más, exigen el avance sobre la vida personal de los ciudadanos.
Las apelaciones de Donald Trump a los gobernadores para que repriman la protesta callejera y el Estado espía montado por el régimen que gobernó en la Argentina durante el período 2015-2019 reflejan una crisis de la democracia,  -un tipo de crisis de la democracia de Occidente-  y sanearla tal vez equivalga al vano intento de tapar el sol con un harnero.
Si nos proponemos recuperar la democracia dañada  -aquí y en el mundo-  estaremos proponiéndonos recuperar aquello que hizo posible la pérdida. Pues esta democracia enferma del siglo XXI es la misma que en el XX rebosaba salud. La película  -no la foto-  la muestra exhibiendo síntomas de lasitud con pronóstico de colapso.
Como ya no se puede gobernar sin violencia y con normas jurídicas, eventualmente se podría apelar al recurso fascistoide y a ese recurso nosotros deberíamos oponerle no la democracia que lo hizo posible sino otra democracia.
El problema es que esa otra democracia no está diseñada en ningún «paper» ni en ningún manual. Por eso, para superar el problema, deberíamos empezar por aquello que nos facilitará la solución: la reforma constitucional. Pues nada de lo sustantivo que hay que hacer en el futuro inmediato  se podrá hacer sin reforma constitucional.
El así llamado «Estado de derecho» tutela las garantías individuales y esta figuralidad opera en el imaginario social en modo tranquilizador pues se tiende a pensar que esa tutela es vital para que cada quién pueda manifestarse como le plazca o, por caso, viajar a donde quiera sin que el gobierno de turno se lo pueda impedir. Pero eso no es lo principal que hace el Estado de derecho. Lo principal es que esas garantías individuales que el Estado de derecho tutela son las que le permiten a otros «particulares» muy especiales (las corporaciones empresarias, los bancos, los concentrados mediáticos) hacer los negocios que hacen, vivir como viven, lavar como lavan, fugar como fugan y decir que el Estado (es decir, la sociedad) no se puede «meter» en Vicentín porque si lo hace está violando … el Estado de derecho.
El Estado de derecho también garantiza que la derecha sea sempiternamente opción política y que la izquierda nunca sea poder. Del Estado de derecho se habla mucho y se lo define poco y cada quién entiende por tal cosa lo que quiere o lo que puede.
Pero hay que decir que el Estado de derecho es la conclusión de un silogismo.  Y así, premisa uno: la población de un país sometida a la ley es el 50 % del Estado de derecho; premisa dos: el Estado sometido a la ley es el otro 50 % del Estado de derecho; conclusión: el sometimiento a la ley de las personas y del Estado es la plenitud del Estado de derecho.
La aporía a que nos conduce tal silogismo lo muestra, en realidad, como un sofisma.  En primer lugar, porque las personas individuales que deben someterse al imperio de la norma son tanto gentes sin influencia en la política y sin poder en el mercado (ciudadanos de a pie, que le dicen) como empresas y corporaciones y, de hecho, el modo de someterse a la ley de unos y otras es diferente. En segundo lugar, porque la ley a la que debemos someternos para que haya «Estado de derecho» es la que surgió de un hemiciclo donde el desvelo de la mayoría era la estabilidad, no el cambio; la conservación, no la novedad. Los parlamentos están para hacer imposible la revolución de usos y costumbres. Y revolucionar las costumbres en la Argentina es lo que está faltando.
Los políticos progresistas que se sientan en las bancas legitiman con su presencia allí un cierto funcionalismo sistémico. Salvo que esos políticos sean Ortega Peña, Rodolfo Walsh o Silvio Frondizi, por poner unos ejemplos cualquiera del pasado siglo. Pero esos ejemplos se sentaban ahí  -real o figuradamente-  cuando, en el mundo, aún vivía la Unión Soviética. Eran peligrosos. Hoy, cuando aquel protocomunismo ha muerto, en los hemiciclos se sienta La Cámpora.
De La Cámpora se suele tender a exagerar sus errores y a minimizar sus aciertos. Es lo que hace la derecha en uso de la «libertad de expresión». La derecha calumnia persistentemente a tirios y troyanos o, dicho de otro modo, abomina oportunamente del juez Ramos Padilla y le descubre virtudes a un muñeco frudulento de la calidad de Fabián Lorenzini, el juez del concurso de Vicentín.  A La Cámpora la derecha le teme y la odia medida por medida, mitad y mitad. Por eso ejerce la libertad de expresión en modo calumnia persistente.
La Cámpora es, hoy, un núcleo de expectativas y potencias con que la globalización  -y los nuevos modos de hacer política que le son anejos-  se manifiesta en la Argentina. La Cámpora es hija de su circunstancia histórica. Su protohistoria yace hundida en el siglo XX pero su procedencia reciente hay que buscarla en los procesos soberanistas que tocaron a rebato en los comienzos del XXI y, sobre todo, en unas certezas nuevas que indicaban que aquéllos no fueron fruto de ningún «auge de masas» sino  -nítidamente-  de la necesidad de superar métodos de acción política sancionados por la derrota en el siglo anterior.
Inmersos en este fenómeno comunicacional llamado globalización  -donde también lo jurídico exorbita el formato nacional y desborda hacia la espacialidad global- cobran nuevo sentido los conceptos de Estado de derecho y «división de poderes», que devienen dos ideologemas operando dentro de una ideología. Y también explican y legitiman no sólo la presencia de La Cámpora como actor político sino también la ocurrencia de fenómenos similarmente novedosos  -aunque diferentes-   en otros países. La globalización ha impuesto y no deja de imponer nuevos modos de hacer política  y de prohijar actores originales.
Pero la crisis de la democracia no es sólo una crisis flamante y aparecida ahora cual subitánea e inesperada epifanía disparada por la pandemia. La crisis es estructural y ya existía antes de la pandemia. La crisis de la democracia es una crisis de la política, en primer lugar, de la política prolija y conforme los textos constitucionales, y ya venía siendo contestada por  formaciones fascistoides y contrarias a la globalización, tanto en Europa como aquí, entre nosotros, en Brasil y Bolivia, por caso.
Qué hacer con una democracia en crisis pero que, simultánemente, oblitera  la profundización de modelos neoliberales; o, tal vez con más propiedad, cómo actuar en un sistema democrático cuya crisis consiste, precisamente, en que a los que pugnan por la conservación no les sirve  y a los que intentan la transformación tampoco pues les dificulta la acción política en la medida en que los obliga a abjurar de las utopías. Es éste el dilema secreto que está detrás de las cosas de la política en el siglo XXI, aquí y en el mundo. Es un aspecto de la forma decadentista que asume la representación política en esta etapa de su desenvolvimiento histórico.
Tanto en el primero como en el tercero de los mundos, en el centro o en la periferia, en las sociedades opulentas como en aquellas que viven con lo justo, las élites prefieren ver los tanques en la calle antes que al pueblo en la calle. Pero no habrá tanques sino antipobrismo con apoyo de masas, es decir, experimentos fascistoides.  Ese es el riesgo. Los banderazos por la patria y por la propiedad privada de la tierra fértil prefiguran lo que se viene gestando en la Argentina: la salida fascistoide si la «democracia» fracasa.
Si el núcleo duro de la resistencia al neoiberalismo, dentro del gobierno, es La Cámpora, debería ir tomando nota de que nada es ya lo que era y de que estamos irremediablemente incursos en una globalización que nos hace vecinos de toda latitud, campo de conflicto de decisiones foráneas y línea de corte de climas culturales nacidos allende los mares pero que se nos vienen encima con la naturalidad de una grande de muzzarella. Y hay que estar preparados para la universalidad. Con el color y el calor local solamente … haremos sapo.
Aquí, por caso, está diciendo la derecha que Vicentín, Latam y el «casi seguro» default con los acreedores externos es culpa del gobierno. Impiadosa la derecha. Y cuando la apuesta es a la impiedad, la respuesta debe ser impiadosa. No hay que avanzar sobre Vicentín, hay que avanzar sobre la economía. Las fuerzas armadas del país deben ser puestas en modo defensa de la soberanía nacional, previamente reequipadas y rearmadas. Lo que deben defender esas fuerzas armadas es un presupuesto nacional con los capítulos de salud y educación al tope de los gastos del Estado. Eso generaría adhesiones y capital político para un gobierno que encontraría financiación para la defensa y la producción con sólo expresar su interés en ser parte sustantiva del programa «La Franja y la Ruta». Xi Jinping … teléfono…! Alberto debería «discar» ese número telefónico: 00-86-10 … y el número completo de Xi, que ha de residir en la Ciudad Prohibida, esa a la que se ingresa por la Puerta Celestial.  «Traslapuerta»  sólo nos espera la prosperidad, pero … hay que animarse.
Si algo de esto ocurriera, los que narran lo que ocurre dirían que lo que está ocurriendo es que Alberto está preso de La Cámpora; o peor: que Cristina le hizo la cabeza y lo radicalizó. Y los monopolios mediáticos tienen todo el derecho a decir eso porque decir eso es … ¡libertad de expresión! La libertad de expresión (que incluye la de prensa y está tutelada por el Estado de derecho) incluye también el derecho a mentir si mentir viene políticamente bien.
Pero libertad de prensa no es tolerar el gárrulo croar de una rana que vomita un abstract nutrido con los más chatos prejuicios del medio pelo urbano argentino por un canal de televisión mientras se entrevista al Presidente. Esa es la libertad de prensa que defiende la derecha y con esa libertad de prensa gana la derecha, no nosotros. Pues esa derecha  -por ejemplo, la que está demonizando el tema «Vicentín»-  es dueña  de los canales de televisión desde los cuales se desprestigia cada medida que toma el Presidente. Eso no es libertad de prensa. Libertad de prensa es el derecho de todos los sectores de la sociedad (vecinos, maestros, obreros, médicos, organizaciones sociales, partidos, estudiantes, universidades, profesionales, minorías raciales y nacionales, periodistas, sindicatos, empresarios, militares, policías, Estado, etcétera) a expresarse a través de los medios con la sola prohibición de abogar a favor de los crímenes de lesa humanidad y de la apropiación privada de los recursos naturales del país. El que  eso hiciere estaría incurso en delito; en delito grave; en delito penado rigurosamente. Y no por eso se enervaría la libertad de expresión; antes bien, se autodefiende, de ese modo, la sociedad; y se defiende el proyecto de una Argentina para todos, no sólo para los dueños de la tierra, de los bancos y de los medios de prensa.
La derecha es mínima en términos estadísticos; pero es numerosísima en términos electorales. Hasta sus víctimas la votan. Y eso es algo que no hay que reprocharle a la derecha sino a nosotros mismos. Mientras la derecha siga siendo dueña de los medios, seguirá haciendo daño al pueblo y a la nación. Pues no hay que olvidar que, como dice la frase inicial de esta nota, vivimos en una época en que los pueblos no sólo creen en lo que dice la tele sino también en lo opuesto si también lo dice la tele.
Otro problema central es que las izquierdas y el progresismo exhiben una dificultad estructural en su ideología para captar la vinculación de orden dialéctico que existe entre la voluntad de los actores y la materialidad del proceso histórico que los tiene como protagonistas.
El párrafo anterior está diciendo que los líderes no hacen la Historia. Ésta se hace solita y sola y recurre a los líderes sólo para disimular que los ha tomado por juguete de sus vientos.
Es ingenuo pensar la política en términos apolíneos o spinozianos, es decir como armonía, como adecuación, como respeto a la forma, como norma, como sentido común, como regularidad, como mesura. La pandemia y las medidas para hacerle frente estarán bien o mal, pero nunca será un efecto de la pandemia el transformar a masas de laburantes, desocupados o no, harapientos o no, desesperados o no, en respetuosas gentes que renuncian al espacio público hasta que pase la pandemia. Si los pueblos actuaran así la humanidad no habría tenido su revolución francesa ni la Argentina, humildemente, su cordobazo. Pues en todas las épocas y lugares ha habido motivos para quedarse en casa. Pero ni el paredón, ni la guillotina, ni el terrorismo de Estado pudieron convencer a los pueblos de quedarse en casa. Y nadie se quedó en casa ni se quedará en casa mucho tiempo. Los caminos y modos de manifestarse de la política no son amables. A menudo  -casi siempre cuando algo importante está por ocurrir-  la política es áspera y cruel. Se parece a la muerte, y la muerte es el dato duro de la vida.
El problema va definiendo sus contornos de problema cuando nos descubrimos, de pronto, pisando el terreno fangoso de la defensa de una gestión de gobierno no por sus intrínsecos méritos sino por el espanto que nos provoca el retorno de la derecha neoliberal.
Un peronismo remasterizado no parece solución argentina para los problemas argentinos de hoy, que son los de Latinoamérica. Siempre estará floja de papeles la expropiación en la Argentina. Cualquier expropiación. Que una expropiación sea eficaz y tenga éxito no depende de extremar los recaudos leguleyos. La derecha siempre va a encontrar el pelo en la leche y se va a oponer. Mucho más cuando aceptar al Estado en el negocio no sólo es compartir el negocio sino, sobre todo, abrir una ventana para que quede al descubierto la estructura jurídico-negocial armada para evadir y lavar. Hay una relación directa e inmediata entre la propiedad privada de la tierra y los millones de niños, adolescentes y jóvenes que viven en el sufrimiento cotidiano en los conurbanos argentinos. Y el senador De Angeli, Estado de derecho mediante, trabaja, así, en contra del presente y el futuro de la juventud argentina. No le importa ni lo uno ni lo otro. Sólo odia. Y encima le pagan. Le pagamos. Y se va a jubilar de privilegio.
El diario La Nación es diáfano, en estos meses últimos, en cuanto a mostrar a una derecha que exagera preventivamente los pujos estatistas de un gobierno que, además, ya ha sido fulminado de «venezuela»: este último ha devenido significante vaciado de toda función sintáctica ligada al sustantivo para degradarse, en la prosa del periodismo mafia, a adjetivo que habla sin necesidad de decir nada y que implica lo siniestro devenido símbolo, silencioso símbolo.
De eso acusan a Alberto Fernández, de «venezuela»; y la masa de argentinos que ayer votó y que ahora juna con bronca confundida y desde la platea un minué que no entiende ni le sirve para nada, va virando, de a poquito, a la calidad de masa de maniobra del primer sátiro que aparezca para decirle que sus penas tienen causa eficiente en la «usura internacional», que el dinero no alcanza porque «la política» se lo consume todo y que los derechos humanos intoxican el «ser nacional» con un programa foráneo y ajeno a las mejores tradiciones de la raza.
Las catástrofes agudizan la razón práctica de los estadistas occidentales. Una Europa ayer en ruinas exigía que el Estado disciplinara al mercado y Keynes hizo el «milagro alemán» y , de paso, el estadounidense. Una Europa hoy caída hasta el centro de la Tierra, exige recoger los bártulos de la ortodoxia para apelar, de nuevo, a la intervención y a la planificación. No les tiembla el pulso ni a Merkel ni a Macron como sí nos tiembla a nosotros cuando la derecha nos marca la cancha y nos lee el reglamento.
No habrá modo de avanzar si la narración de la historia está a cargo de los que no quieren ningún cambio en la historia y sólo quieren «Estado de derecho». El más célebre de los fetichismos es el de la mercancía. Pero el del Estado de derecho no debería irle en zaga. Hay fetichismo cuando las cosas, por opacas, parecen tener vida propia. El precio, así, parece un atributo natural de la mercancía y no una decisión humana. De modo similar, el Estado de derecho ha devenido concepto tan indiscutido como ignorado, opaco como el que más y formación medio fantasmática  que parece más obra de la naturaleza que producto de la evolución jurídica humana. Tiene que haber Estado de derecho. Tiene que haber sometimiento de los particulares y del Estado a las normas. Pero primero las corporaciones tienen que dejar de ser corporaciones para devenir sujetos del Estado de derecho igual que los particulares que no son corporaciones.
En la Argentina hay una batalla cultural que, si no está perdida, está pendiente: el estatismo es un vicio, es ineficaz, es sinónimo de pobreza y de clientelismo político y, tarde o temprano, conduce a la violación de la privacidad y a la muerte de la libertad, esto es, al totalitarismo. Lo que hay que demostrar es lo contrario: que un país con buenas potencias hasta hoy siempre latentes, requiere de un Estado fuerte que impida a las corporaciones dueñas de los alimentos dejar sin alimento a millones de personas por la vía de la formación de precios y de los sistemas de distribución; que sirva, ese Estado, para impulsar una industrialización virtuosa y todavía posible; que una parte sustantiva de semejante Estado son las fuerzas armadas dando pábulo a un programa de producción para la defensa; que de todo esto las clases medias nada tienen que temer y nada tienen para perder. Esa es la agenda de la batalla cultural pendiente. Con el monopolio del relato en manos de la derecha la batalla está perdida de antemano.
Y nuestras perplejidades, entonces, son las mismas de ayer. A  La Cámpora le ocurre lo que ocurre con el deseo de Antígona. Se trata de un deseo inasimilable, pero no por la dialéctica  como dice Derrida que pasa con  la hija de Edipo, sino por el sistema. No es que La Cámpora sea inclasificable  (porque ya se la ha clasificado: es populismo), sino que es irrecibible dentro del sistema. Deviene, cada vez más, formación espectral. La Cámpora, además de populista, admite, en la frenética alucinación de la derecha, otra clasificación: es el elemento excluido del sistema.
Preguntas para militantes de La Cámpora: ¿no es acaso, siempre, un elemento excluido del sistema el que asegura el espacio de posibilidad del sistema?  ¿Cómo se deja de ser el elemento que asegura la posibilidad del sistema? ¿Existe voluntad política para dejar de ser el elemento que asegura la posiblidad del sistema? ¿Se sabe cuál es el camino para dejar de ser la posibilidad del sistema?
Tomado de:   https://elcomunista.net/
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