La mayoría de los estadounidenses detestan la idea de condenar a su propio país. Incluso cuando lo hacen, se niegan a reconocer su vasta historia de criminalidad y prefieren comportarse como si la indignación fuera un evento atípico.

El trato vergonzoso que se da a los solicitantes de asilo en la frontera sur, debe ser condenado inequívocamente. La congresista Alexandria Ocasio-Cortez y otros miembros de la Cámara realizaron su denuncia cuando, de primera mano, presenciaron las horribles condiciones de vida en aquellas dependencias.

Pero Ocasio-Cortez es también fuente de cierta confusión sobre el tema. Su evaluación de que estas instalaciones pueden llamarse campos de concentración creó consternación y debate.


EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE MARICOPA, EN PHOENIX, ARIZONA. (Photograph: Jean-Loup Sense/AFP/Getty Images

Esa reacción no es sorprendente, teniendo en cuenta que los estadounidenses se encuentran en un estado permanente de negación cuando salen a relucir las lacras de su país.

Lo de “campos de concentración” parece algo fuerte, una expresión asociada comunmente con la Alemania nazi, el país del que se nos dice era la encarnación máxima del mal.

Para la mayoría de las personas resulta difícil imaginar a su patria, a la que consideran bondadosa y llena de virtudes, cometiendo atrocidades al estilo del III Reich.

Sin embargo, el debate no debe girar en torno a la cuestión de si el término campo de concentración se debe aplicar o no en la actual situación. Existe un problema mayor, al suponer que esas prisiones no pueden ser comparadas con aquellos, cuando ese no es el caso.

Porque, antes de que Donald Trump comenzara su reinado de terror sobre los solicitantes de asilo, ya existían miles de campos de concentración en los Estados Unidos. Se les conoce generalmente como “prisiones”.

Más de dos millones de personas están encerradas en ellas por delitos graves, pero más a menudo por causas de menor calado, que deberían ser juzgados de otra manera.


CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE SAN QUINTIN EN CALIFORNIA
FOTO: Photo: Lucy Nicholson/Reuters

Hay quienes cumplen cadena perpetua por delitos no violentos, según las notorias leyes de sentencia de “los tres golpes”(1). Una mujer negra en Alabama fue condenada recientemente después de haber sido víctima de un tiroteo que provocó un aborto involuntario.

Ese tipo de condena y castigo draconianos es el sello distintivo de un régimen autoritario lleno de campos de concentración.

Los menores son juzgados como adultos, las mujeres embarazadas que han dado a luz con grilletes, los reclusos, trabajan por una miseria. Las corporaciones privadas dirigen las prisiones y obtienen ganancias. Otras empresas hacen dinero vendiendo productos hechos por presos.

A veces las visitas a los centros son atendidas por internos y todo, desde la ropa hasta los muebles que se confecciona en esas dependencias, deben estar etiquetados como “Made in prison”.

No hay nada nuevo en la frontera. Los más de dos millones de personas que viven tras las rejas, experimentan los mismos horrores que sufren hondureños o salvadoreños, guatemaltecos o mexicanos, que huyen de sus gobiernos.

El término “campo de concentración” podría haberse utilizado mucho antes para describir el peor y más cruel sistema carcelario del mundo.


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Por desgracia, incluso las personas supuestamente demócratas sucumben a la necesidad de defender a su país cuando salen a la luz esas miserias.

El uso de expresiones sin sentido, como ‘Esto no es lo que somos‘, se crean bajo la cortina de la autoconvicción, en un supremo esfuerzo por negarse a ver una verdad muy desagradable.

El país que inició su andadura exterminando a las poblaciones originarias, que continuó con la esclavitud de millones de seres humanos, ha llegado obviamente a ser el país de los campos de concentración.

Los pueblos nativos americanos fueron confinados y retenidos en ellos, antes de ser enviados lejos de sus hogares, a las llamadas “reservas”.


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Los mercados de esclavos y las plantaciones de algodón y tabaco eran campos de concentración, al igual que las cárceles que les siguieron.

El internamiento de los estadounidenses de origen japonés durante la II Guerra Mundial se ajustaron a la misma descripción.

Los días en que era habitual pretender que la presencia del demonio y sus actividades malévolas eran algo anómalo, deben terminar.

Las injusticias desenfrenadas en este país deben ser denunciadas y no hay mejor lugar para comenzar esa labor que con lo que ocurre en las prisiones.

El racismo anti-negro está tan firmemente arraigado en el sistema y en la psique nacional, que continúa sin ser abordado, incluso por aquellos que reclaman credenciales no racistas.

Cualquier otro grupo que necesite de la justicia y el cumplimiento de sus derechos, puede convertirse en el tema del discurso nacional, mientras “el elefante en la habitación pasa desapercibido”.

Si las personas preocupadas por estos temas llaman Campos de Concentración a los Centros de Detención de Migrantes, es por alguna poderosa razón. No deben olvidar que estas instituciones no son nuevas. Son, como dice el refrán, tan típicamente estadounidenses como la tarta de manzana.

Esa sórdida historia está llegando a su máxima crueldad con un masivo encarcelamiento, que afecta de manera desproporcionada a las personas de raza negra.

Es un grupo étnico que solo representa el 13% de la población total, pero también comprende la mitad de los atrapados tras las rejas. Es importante hablar con sinceridad sobre este país, incluso si las conciencias más sensibles se ven afectadas por este tema.

(1) La llamada “Ley de los tres golpes” (Law of the Three Strikes) alude a una categoría de estatutos promulgados a partir de la década de 1990, para exigir largos períodos de prisión para las personas condenadas por tres o más delitos graves.

Una tercera condena por un delito mayor, generalmente conlleva una sentencia de cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional hasta que se haya cumplido un largo período de tiempo, generalmente de 25 años.

(2) Se refiere al joven afroamericano Trayvon Martin, un joven de 17 años, asesinado a balazos en 2012 por un policía de Sandford (Florida) aunque el muchacho estaba desarmado.


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