viernes, 3 de julio de 2020

El mito de la raza aria




Uno de los intentos más infames y desastrosos de rastrear los orígenes raciales de Europa nació como una cuestión menor de lingüística comparativa, se desarrolló hasta formar una teoría pseudodarwiniana de la historia y acabó casi con la destrucción de la civilización.
En origen, el término ario se aplicó a un grupo de lenguas conocido como indoeuropeo. 
En la década de 1780, sir William Jones, orientalista inglés, llegó a la conclusión de que el sánscrito antiguo de la India estaba relacionado con el persa, el griego, el latín, el celta y las lenguas germánicas. 
Una serie de comparaciones detalladas entre vocabularios y gramáticas le permitieron demostrar que todas ellas debieron de haberse ramificado a partir de una lengua madre perdida. 
Jones llamó a esta lengua ario en recuerdo de los «arios», un pueblo antiguo que había invadido la India y Persia. 
A mediados del siglo XIX, algunos lingüistas, entre ellos los hermanos Grimm y Franz Bopp, en Alemania, desarrollaron los estudios «arios» hasta hacer de ellos una rama importante de investigación, recogiendo pruebas de la lingüística, el folclore, las tradiciones religiosas y la arqueología.
De la idea de una lengua madre única a la de una única raza originaria que habría civilizado Europa había sólo un paso corto, aunque ilógico
El romanticismo de la época alimentó la conjetura de que, mucho tiempo atrás, se había producido una migración aria, pero nadie estaba de acuerdo en cuándo ni dónde. 
En vez de preguntarse por la realidad de la raza aria, los estudiosos se centraron en la determinación de las características raciales de los arios y su tierra de origen.
El conde Arthur de Gobineau, periodista francés, orientalista, diplomático e historiador, se identificó con la nobleza francesa, aunque en realidad provenía de una familia burguesa próspera. 
Horrorizado por la revolución de 1848 y la «democratización» de la política francesa, desarrolló una teoría elitista según la cual la humanidad estaba dividida en tres razas, distintas por grados de superioridad: los negros en el nivel inferior, los amarillos en medio y los blancos en lo alto. 
En sus Ensayos sobre la desigualdad de las razas, publicados en la década de 1850, expuso su idea de que dentro de la raza blanca, la rama aria era la crème de la crème. 
Los arios, según él, tenían sus orígenes en Asia central y eran altos, rubios, despiertos, honorables y poderosos.
Gobineau estaba seguro de que «todo lo grande, noble y fructífero creado por el hombre sobre la Tierra… proviene de una sola raíz, brota de una sola idea y pertenece a una sola familia: la raza aria»
En Inglaterra, Max Muller, profesor de filología comparada en Oxford, fue el adalid más elocuente del origen ario de la civilización europea.
Pero, a medida que recogía pruebas, se esfumó su creencia en que la cultura europea había sido fundada por una raza aria pura. 
En 1888, Muller volvió sobre sus pasos y defendió que el lenguaje no tiene nada que ver con la raza y que un individuo de cualquier raza puede aprender a hablar cualquier lengua. 
«El etnólogo que hable de raza aria, sangre aria, ojos y pelo arios ―escribía—, comete un pecado tan grande como el lingüista que hable de un diccionario dolicocéfalo (de cabeza alargada) o de una gramática braquicéfala (de cabeza corta).» Pero las anteriores enseñanzas de Muller habían ejercido una enorme influencia.
Con la difusión de los imperios coloniales europeos y las injusticias de la dominación económica, el darwinismo social se presentó como justificación adecuada de la conquista. 
Si los evolucionistas habían enseñado que la supervivencia de los «más aptos» es asunto de la «selección natural», sería correcto pensar que la raza blanca «superior» debía dominar y subyugar a los pueblos de piel amarilla o marrón. 
Y la gente rubia de ojos azules tenía que gobernar sobre la gente de ojos castaños, los alemanes sobre los judíos, y así sucesivamente. 
Darwin se habría sentido horrorizado. En muchas ocasiones había recalcado que no era un darwinista social, detestaba la esclavitud y se había quejado de que sus teorías sobre el mundo natural fueran aplicadas de manera abusiva al comercio y la política.
En Norteamérica, los abogados más famosos de la supremacía «aria» fueron Madison Grant, que escribió en 1916 The Passing of the Great Race (La muerte de la gran raza), y Lothrop Stoddard, cuya obra Rising Tide of Color Against White World Supremacy (Pleamar de color contra la supremacía mundial blanca) apareció en 1920. 
Los defensores norteamericanos del mito de la supremacía aria hicieron propaganda principalmente contra la «mezcla» con las gentes de color, aunque también intentaron impedir la inmigración de tipos europeos «inferiores», como gitanos y judíos. 
Escritores europeos como el inglés Houston Stewart Chamberlain (The Foundations of the Nineteenth Century [Los cimientos del siglo XIX] 1899) o el compositor alemán Richard Wagner (que publicó en 1850 la diatriba antisemita Das Judentum in der Musik [El judaísmo en la música]) lanzaron su veneno contra los judíos europeos. En sus populares obras, todo lo bueno, verdadero y puro era ario; todo lo bajo y degradado, judío.
A medida que iba en ascenso la histeria aria, cualquier examen serio de los datos lingüísticos o las historias étnicas quedaba aplastado bajo abrumadoras polémicas, odio y politiquerías. Chamberlain escribió en sus Foundations la siguiente declaración profética: «Aunque se demuestre la inexistencia de una raza aria en el pasado, deseamos que en el futuro pueda haberla. 
Esta es la postura decisiva para los hombres de acción». Cuando se le pidió que definiera a un ario en el momento cumbre de la locura nazi, Joseph Goebbels proclamó: «¡Yo decido quién es judío y quién ario!».
Durante el Tercer Reich alemán (1933-1945), el ideal de pureza y supremacía aria se convirtió en la política oficial de la nación. 
El programa de Adolf Hitler para trasladar como ganado a las razas «inferiores» a campos de concentración y cámaras de gas se racionalizó para dar paso al nuevo orden de una humanidad superior. 
Entretanto, se estimuló a los oficiales de las SS para que fecundaran a mujeres escogidas bajo el patrocinio del Gobierno a fin de crear una «raza de señores»…, experimento que produjo una generación de huérfanos normales y desconcertados.
Hitler se enfureció cuando el negro norteamericano Jesse Owens dejó atrás a los atletas «arios» en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, contradiciendo sus teorías sobre supremacía racial. 
Y cuando Joe Louis, el «bombardero marrón», venció por KO al boxeador Max Schmeling, la propaganda alemana fue aún más vehemente en sus demandas de reivindicación de la raza blanca. 
No obstante, en cuanto Hitler necesitó a los japoneses como aliados en la Segunda Guerra Mundial, no dudó ni un momento en redefinir a los asiáticos como arios.
El historiador Michael Biddis ha comentado que «la historia del mito ario demuestra el poder de la fe sobre el conocimiento… Es posible que en la actualidad oigamos hablar más de caucásicos que de arios, pero la esencia y los errores de la fe en la supremacía blanca perdura».
Diccionario de la Evolución.
La humanidad a la búsqueda de sus orígenes, 1993.

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