jueves, 25 de marzo de 2021

El holocausto más grande de la historia

 



La cultura que llegó en los barcos negreros, albergada en la imborrable memoria de estos hombres y mujeres ya es parte de nuestro imaginario. obra «La jungla» de Wilfredo Lam Foto: Ilustrativa

En los dientes la mañana

Y la noche en el pellejo.

¿Quién será, quién no será?

El negro.

Nicolás Guillén

 

En 1963 conocí a Esteban Montejo, el protagonista de mi libro Biografía de un cimarrón. 

La obra se publicó por la Academia de Ciencias en 1966, tres años después de aquel encuentro mío con Esteban.

Todavía me pregunto cómo fue posible que nadie en años anteriores se hubiera percatado de la existencia de este hombre tan singular que había vivido la esclavitud, que se había fugado a los montes de cimarrón, que luego había peleado en la guerra necesaria y que había sobrevivido en la república enmendada.

Tuve el privilegio de encontrarme con él a través de una entrevista aparecida en el periódico El Mundo. 

Mi propósito inicial fue entrevistarlo para que con su testimonio pudiera yo aportar al estudio sobre los barracones de la esclavitud que realizaba, entonces, el demógrafo e historiador Juan Pérez de la Riva. 

Pero mi sorpresa fue muy grande; su vida era un tesoro que no podía dejar pasar. 

Y así fue. 

Descubrí un mundo único, inexplorado, mágico si se quiere, que me entregaba un caudal inapreciable de experiencia, más bien una ofrenda.

Ese mundo, con sus matices, está en el libro y es solo un reflejo parcial del legado que África aportó a nuestro continente y, muy particularmente, a Cuba. 

Millones de esclavos secuestrados en las costas africanas contribuyeron a fraguar una cultura de la cual hoy nos vanagloriamos, pero que fue duramente escamoteada por siglos de incomprensión y racismo. 

Se les endilgó el cruel epíteto de piezas de ébano, que no fueron otra cosa que fuerza de trabajo esclavista.

«Cuba sin el negro no sería Cuba», escribió Fernando Ortiz, y con ello quiso medir la importancia capital de la riqueza que los africanos aportaron a nuestra cultura.

«El aporte del negro a la cubanidad no ha sido escaso.

 Aparte de su inmensa fuerza de trabajo, que hizo posible la incorporación de Cuba a la civilización mundial, y, además, de su pugnacidad liberadora, que franqueó el advenimiento de la independencia patria, su influencia cultural puede ser advertida en los alimentos, en la cocina, en el vocabulario, pero sobre todo en tres manifestaciones de la cubanidad: en el arte, en la religión y en el tono de la emotividad colectiva». 

Esto, en síntesis, lo expresa Don Fernando en su conferencia, Los factores humanos de la cubanidad, de 1939.

Lo mismo se puede decir sobre el inmenso legado que, en cuatro siglos de trata trasatlántica, África aportó a nuestro continente y al mundo.

Paradójicamente, aquellos hombres y mujeres que llegaron a las costas de América encadenados, nos legaron con su ejemplo de emancipación y rebeldía muestras de valor y ansias de libertad.

¿No estuvieron acaso los cimarrones entre los primeros rebeldes de América?

Numerosas etnias se introdujeron en el continente, cada una con sus creencias religiosas y su cultura; un mosaico que enriqueció el corpus identitario de América.

África no perteneció al grupo de los continentes más atrasados. 

La riqueza agrícola, la madera y la explotación de metales como el bronce y el oro hacían de África un continente privilegiado y una mina codiciada por los traficantes de esclavos.

Ya se sabe que los portugueses iniciaron este negocio mercantil que contribuyó al incipiente capitalismo, pero tras ellos y con las mismas voraces intenciones los ingleses, los holandeses, y los españoles, entre otros europeos, se incorporaron a este ignominioso sistema de explotación que la Unesco calificó como crimen de la humanidad.

Las culturas africanas, portadoras de una rica diversidad, influyeron decisivamente en la espiritualidad de la mayor parte de los actuales países de este hemisferio. 

La mano de obra africana no solo levantó grandes fortalezas, castillos, iglesias y monumentos, sino que creó un mundo de expresiones culturales nacidas del rico arsenal religioso que fue capaz de sobrevivir en contextos hostiles y desconocidos. 

Esto se debió, seguramente, a los valores universales contenidos en estas formas religiosas y a la necesidad del africano de reafirmación y defensa de su cultura como única respuesta al resquebrajamiento de su sistema de parentesco y a la barbarie de un racismo impío.

El Programa Ruta del Esclavo, que bien debió llamarse del esclavizado, fue convocado por la Unesco en 1995.

 Se creó con el fin de conocer y valorar la significación y vigencia del aporte de África al mundo, así como de analizar a fondo la génesis de la trata esclavista. 

La contribución del legado africano en la vida contemporánea, su efecto en la siquis social y el papel que juega en la conformación del ethos humano fue también una prioridad. 

Era un intento de revelar, en un espejo cóncavo, los efectos del prejuicio racial con la finalidad de que un hecho tan monstruoso como la trata no se repitiera. 

Fui uno de los fundadores de ese programa de la Unesco y asistí a su implementación en el pueblo marino de Ouidah, en el antiguo reino de Dahomey, hoy República de Benin. Allí, en aquella costa, se produjo uno de los primeros embarques de africanos al continente americano.

Luego visité la Casa de Goréen Senegal y vi el pabellón oscuro por donde llevaban encadenados a los esclavos para los barcos negreros. 

Me vino a la mente Eseban Montejo, cuyos padres fueron esclavos como él, pero nacidos en África.

 Escribo esto y se me hiela la sangre. 

Sobre todo, cuando recuerdo aquella confesión que Esteban me hizo una tarde: «Por cimarrón no conocí a mis padres, ni los vi siquiera, pero eso no es triste porque es la verdad».

Tenemos una deuda con África. 

Ya sé que es una deuda impagable, pero estamos en la obligación de recordar a todos aquellos que fueron víctimas del más grande holocausto de la historia.

Reconozcamos el inmenso aporte de África al mundo y muy en particular a América.

La cultura que llegó en los barcos negreros, albergada en la imborrable memoria de estos hombres y mujeres ya es parte de nuestro imaginario. 

Y merece ser reconocida como Patrimonio de la Humanidad.

Hagamos votos para que ello se logre con el apoyo de iniciativas multinacionales e instituciones afines.

 Aunque ni así pagaremos la deuda que tenemos con África. 

No olvidemos nunca a aquellos hombres y mujeres que fueron despojados de sus culturas y separados de sus seres queridos. 

Cada uno de ellos es un latido en el corazón de los pueblos.


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