domingo, 25 de junio de 2017


Poco antes de la una de la tarde del viernes 23 de junio me dirigía en metro a Montecristo, al noreste de Caracas. El conductor anunció que ese sería el último tren en parar en Altamira y Miranda, pues las estaciones estaban a punto de ser cerradas. “¿Cuándo no es pascua en diciembre?”, dijo uno de los comentaristas de los asientos azules.
Salí del metro en Los Cortijos y noté que la avenida Francisco de Miranda estaba cerrada por manifestantes. Subí por la calle de Venezolana de Televisión. En el cruce con la Rómulo Gallegos había una barricada de cauchos encendidos, de los que salían altas llamaradas, algo bastante temerario, si se considera que en esa intersección hay una estación de gasolina.
En contra de la flecha, de este a oeste, avanzaba un viejo camión de volteo cargado al parecer de ramas de árboles. Intentó traspasar la barricada y sus tripulantes experimentaron el lado iracundo de los manifestantes pacíficos: tuvieron que detenerse y negociar para que no les quemaran el cacharro. Los manifestantes, a cambio de perdonarle la vida al Ford 600, exigieron que dejara parte de la carga para avivar las llamas, justo a unos metros de la bomba. Alguna gente no tiene idea de los riesgos que corre. Por fortuna, la mayoría de las veces hay ángeles guardianes protegiendo a los inocentes.
Aborté mi plan de llegar hasta la oficina a la que me dirigía y comencé a caminar por las vías alternas a la Rómulo, en dirección al oeste. En la principal de Los Chorros había más fogatas y varias transversales de Los Dos Caminos estaban bloqueadas con bolsas de basura y peroles diversos. La avenida Sucre (la de Los Dos Caminos, claro) estaba interrumpida por grupos de personas con gorras tricolores que pedían a gritos libertad. Un cartel hecho sobre una caja de cartón rezaba: “Por tu indiferencia, ellos ganarán la Constituyente y nosotros lo perderemos todo”.
En la principal de Sebucán, un señor que también avanzaba a pie me dijo: “¡Está todo trancado!”. Lo dijo de un modo tal que se entendió que estaba hablando del país entero. Yo asentí con la cabeza y lo dejé atrás, pero el señor siguió hablándome: “Esto no había pasado nunca”. Voltee y le hice otra señal de asentimiento. No tenía ganas de contradecir a nadie. En Territorio Apache cualquier cosa que digas puede ser utilizada en tu contra. El señor fue todavía más lejos en la contundencia de su afirmación: “¡No había pasado nunca en la historia de Venezuela!”. Ya iba lo suficientemente lejos como para no tener que asentir de nuevo.
Por los lados de Santa Eduvigis y Los Palos Grandes, el conductor de una Gran Vitara pretendía, ingenuamente, que lo dejaran pasar. Argumentó que tenía a un familiar de avanzada edad en una clínica de San Bernardino. Necesitaba llegar para que otro pariente saliera a buscar una medicina o una prótesis (no se oía bien, porque una doña daba un concierto de sartén en desafinación mayor).
La líder de ese punto de tranca dijo que lo lamentaba, pero no podía abrir la calle porque si lo dejaba pasar a él, tendría que aceptar “cualquier otra excusa”. El señor se molestó, aunque trató de ocultarlo. “Lo mío no es una excusa, vecina”, declaró. Aquí entendí que hasta las guarimbas tienden a burocratizarse, pues la señora líder le preguntó al señor de la Gran Vitara si acaso podía presentar algún tipo de constancia de la enfermedad de su familiar. El caballero soltó una risa de impotencia. “¿Quién anda por ahí con una constancia de tener una tía hospitalizada?, ¡señora, por favor!”, dijo y se fue a sentar en su camioneta.
La líder, en voz más baja, solo para quienes estaban cerca, comentó que, de todas maneras, pasar esa calle no le serviría de nada porque “toda la ciudad está trancada… ¡y hasta Guarenas y Guatire!”. Esto último lo soltó en tono triunfal. Supuse que ella se estaba imaginando al presidente Maduro y a su combatiente Cilia, haciendo apresuradamente las maletas, para irse de Miraflores en helicóptero, como los gringos cuando perdieron la guerra de Vietnam.
Seguí hacia Altamira. Frente a la clínica El Ávila había una especie de mitin mezclado con convención de dueños de rústicos. Allí es donde llevan los heridos de las manifestaciones violentas del distribuidor y la plaza. “Los atienden gratuitamente”, me comentó ufana, unos días atrás, una dama que hace ejercicios en los aparatos que están en una de las placitas cercanas al centro asistencial. Me detuve apenas unos minutos y noté que entre los presentes había una extraña expectativa. Miraban hacia la clínica como si allí estuviera a punto de ocurrir algo gordo.  Tuve la impresión de que estaban esperando el muerto del día, pero seguramente fue solo el producto de mis prejuicios. Por cierto, si usted sufre un accidente o una enfermedad repentina y no tiene un buen seguro médico, no crea que en la clínica El Ávila (o en alguna otra privada) lo van a recibir de gratis en Emergencia. Eso es solo para los héroes de la resistencia.
Sorpresivamente, en las calles por las que pasé de La Castellana y los alrededores del colegio San Ignacio no había fogatas ni grupos de manifestantes, y el tránsito se movía libremente, tal vez porque ya eran las dos de la tarde y había terminado el lapso del trancón. En la entrada del Country Club alguien había intentado formar una barricada con bolsas de basura y con esas grandes pencas secas que desprenden los chaguaramos, pero al parecer la idea no prosperó y se notaba que los automovilistas habían pisoteado el endeble obstáculo. Lo lamenté. Me hubiera gustado ver esa imagen de cauchos ardiendo frente a las mansiones y los campos de golf de esta reputada urbanización. Será para la próxima.
Salí del Country por la vía que lleva a El Bosque y fue como traspasar un umbral interdimensional como el que hay en la estación de trenes de Harry Potter. Los restaurantes chinos estaban, a juzgar por los estacionamientos, repletos de comensales. Tal vez era gente a la que la protesta a pleno sol dejó naturalmente hambrienta (y sedienta). En La Campiña, un grupo de parroquianos comenzaba a hacer cola frente a una panadería, aunque todavía no estaban vendiendo. En la licorería cercana a Pdvsa, varias personas apagaban el calor con una cerveza callejera. No tenían pinta de activistas del trancón. Más bien parecían funcionarios de la petrolera escapados de las oficinas. En la esquina de la avenida Negrín, unos niños arrojaban piedras, pero no contra la policía de “la dictadura”, sino contra una mata de mango. Varios, todavía verdes, cayeron en medio de la calle y los niños se pusieron a recogerlos sin reparar en los cornetazos del impaciente conductor de un Fiat. Fue un mini-trancón para cosechar mangos… ¿acaso alguien tiene autoridad moral para regañar a unos chamos por eso? No creo.
En el lugar donde confluyen las avenidas Libertador, Las Acacias y Los Samanes, todo estaba tan normal y cotidiano que hasta había varias tempraneras trabajadoras sexuales (¿o eran trabajadores?… a veces es difícil saberlo). En la esquina de Lino Fayén, había un grupo de policías nacionales, con sus equipos antimotines, pero relajados, pues no había amenaza cerca. “Los locos están concentrados hoy en La Carlota”, explicó uno de los policías, que se estaba tomando un Gatorade.
En la principal de Maripérez, bajé hacia Los Caobos. Entré al parque cerca de las tres de la tarde. En los espejos de agua se estaban acicalando varios hombres de edades indefinibles. Uno se lavaba el cabello, otro se rasuraba, usando un pequeño espejo. Hasta la gente en situación de calle se arregla para la noche del viernes. Avancé por la caminería central y me encontré con un señor al que tenía tiempo sin ver. Es un jubilado de la UCV que camina lenta pero rítmicamente y usa unas medias para várices y un short bombacho, indumentaria que le da un aspecto de mosquetero. “¿De dónde viene, que lo veo tan colarao?”, me preguntó. “Del Este”, le respondí. Él pareció conformarse con la respuesta, pero, como ahora era yo quien quería conversar, le agregué un dato: “Aquello por allá está encendido”.
El amigo me miró como si no hubiera entendido bien. “¿Encendido?”, preguntó. Yo sonreí y le expliqué: “Sí, hay barricadas, fogatas de basura y cauchos prendidos por todos lados”. El jubilado hizo un gesto insípido, como queriendo decir, “¿qué cosas, no?”. Para que fluyera el diálogo, añadí: “Por allá la gente piensa que todo el país está en llamas”. El hombre mosquetero comentó: “Por aquí no, al menos hoy todo está tranquiliiito”. Ya en onda de despedirme (quería terminar de llegar a mi casa), le dije: “Parece que fueran dos ciudades, dos países”. Y el señor, cual filósofo andante, cerró con esta frase: “No es que parezca, amigo, es que son dos ciudades y dos países”.
CLODOVALDO HERNÁNDEZ
clodoher@yahoo.com
TOMADO DEhttp://www.conelmazodando.com.ve
EN: Facebook//ADOLFO LEON,  
EN: Twitter@ victoriaoysocialista 
EN Google: Libertad Bermeja, victorianoysocialista@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario